Detectan las encuestas un considerable aumento de las actitudes racistas y xenófobas en España, pero en las cuestiones que realmente importan -como el dinero, por ejemplo-, los ciudadanos de la Península exhiben una tolerancia ejemplar. Lo mismo les da que los cuartos sean negros o amarillos, siempre que caigan en la bolsa.

Por poner un ejemplo, la reciente bonanza económica que ahora toca a su fin se edificó -literalmente- sobre el pilar de la construcción, negocio en el que la gente de este país demostró su absoluta carencia de prejuicios raciales en lo tocante a la moneda. Sospechan, en efecto, los vigilantes de Hacienda que el dinero negro, pudorosamente rebautizado como "B", circuló con abundancia en muchos de los cientos de miles de transacciones llevadas a cabo durante los años de esplendor del ladrillo. Y acaso no les falte razón, si se tiene en cuenta que España llegó a acumular una cuarta parte del total de los billetes de 500 euros -o "bin ladens"- que circulaban por el territorio de la Unión Europea.

Menos prejuicioso todavía, el reino de Galicia añadió a las remesas de capital "B" que supuestamente se manejaban en la construcción, las de dinero de color (negro, por supuesto) que el histórico ramo de los contrabandistas introdujo y sigue introduciendo por la ventanilla de las rías.

Con el dinero no hay racismo. Ahí está para demostrarlo el bien diferente trato que se le prodiga a los jeques de Marbella y a los inmigrantes magrebíes que llegan a España en busca de trabajo. El color de la tez es el mismo, pero no el grosor de la billetera: razón que acaso explique el que unos sean respetables árabes y los otros simples moros de molesta vecindad.

La raza es lo de menos. Que se lo pregunten, si no, a los inversores que hacen negocios en la antigua colonia africana de Guinea administrada como una finca propia por Teodoro Obiang tras derrocar y ultimar a su tío Francisco Macías. Además del color negro de la piel, tío y sobrino compartían la condición de dictadores con cierta afición a deshacerse de sus adversarios mediante procedimientos por lo general expeditivos; pero esos son detalles de orden menor. Y más aún desde que, allá por 1996, se descubrieron enormes bolsas de petróleo en ese desdichado país.

Convertido en el tercer productor de crudo del África negra, podría esperarse que el Estado de Guinea ofreciese por fin un razonable nivel de vida a sus ciudadanos, pero lo cierto es que la mayoría de la población sigue viviendo en condiciones miserables. Es natural. Si hemos de creer a las organizaciones humanitarias, los beneficios del petróleo se los reparten a partes desiguales pero siempre cuantiosas las compañías norteamericanas y francesas que lo extraen y el clan familiar de Obiang, honorable presidente que durante los últimos años ha sido recibido en España por sus colegas Aznar y Zapatero.

Los peor pensados darán en sospechar tal vez que esa familiaridad de los gobernantes españoles -ya sean de izquierdas o de derechas- con un dictador tan acreditado como Obiang responde al deseo de persuadirle para que dé entrada en el negocio a las petroleras de España, que a fin de cuentas fue la antigua metrópoli. No hay por qué ser tan susceptibles. En realidad, lo que los presidentes españoles demuestran es no sólo un alto sentido del Estado, sino también una elogiable carencia de prejuicios raciales y/o de xenofobia.

Esa ha de ser, sin duda, la misma razón que lleva a todas las democracias de Occidente a participar sin remilgos en las Olimpiadas que organiza China, conocido paraíso de las libertades y del alquiler de trabajadores a buen precio. Nada de lo que extrañarse. Sea negro o amarillo, el poderoso caballero Don Dinero al que Quevedo puso en coplas parece obrar entre otras magias la de ahuyentar el racismo. Y es que cuando los cuartos andan de por medio, no hay color.

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