Nada más enterarse de que han vuelto a bajar los sueldos y a subir los precios, el Gobierno tomó la decisión de enviar a una ministra para que encabezase en Madrid la multitudinaria marcha del orgullo gay. Una medida de choque contra la crisis que ya había sido precedida por otras de no menor alcance y contundencia, tales que la de subir la temperatura del aire acondicionado en los ministerios o la todavía más audaz que permitirá a los altos cargos gubernamentales prescindir de la corbata.

Justo es decir que también la oposición está arrimando lealmente el hombro en esta batalla contra la hidra de tres cabezas -paro, hipotecas y precios- que ahora mismo representa al enemigo común de la ciudadanía y, por tanto, de los políticos. Prueba de ello es que, frente a la depreciación general de las casas y los sueldos que mes tras mes va empobreciendo a los vecinos de la Península, el partido conservador no ha dudado en lanzar una enérgica campaña en defensa... de la lengua española. Ya decía proféticamente Blas de Otero que aún nos queda la palabra cuando todo está perdido.

Tras las palabras se parapeta el Gobierno para hacer como que la crisis no existe y en realidad sólo padecemos los efectos de una breve aceleración de la de-

saceleración, que viene a ser algo así como la parte contratante de la primera parte ideada por los famosos economistas Groucho y Chico Marx.

Donde los iletrados ciudadanos no ven otra cosa que una constante merma de su nómina, el ministro de Economía habla -con la autoridad que le da el cargo- de "crecimiento negativo" o "contracción de la demanda". Y si la factura de la luz amenaza con fundirnos los plomos o la comida sube entre un diez y un cuarenta por ciento en sólo un año, no hay por qué preocuparse. Se trata de un mero "reajuste" de precios obligado por la "desfavorable coyuntura".

Todo esto es tan antiguo como la Biblia, libro donde se declara que en el principio fue el Verbo. Verbosos por naturaleza, los políticos viven -como los curas- de predicar la palabra aunque luego no estén obligados a cumplir por contrato sus promesas de vida en el otro mundo o las más modestas de trabajo y sueldo decente aquí en la Tierra.

Parece natural, por tanto, que a falta de otros recursos más eficaces, los gobernantes y quienes aspiran a serlo se dediquen a vender palabras al público cuando las cosas se ponen feas. Los portugueses, gente sabia, suelen recurrir a la expresión: "fala político" para ensalzar las virtudes de un buen orador; y algo similar ocurre aquí aunque en la lengua castellana no exista una locución equivalente.

Para ello, los políticos -como cualquier otra casta sacerdotal- disponen de una jerga propia con la que disfrazar la realidad hasta hacerla convenientemente ininteligible para la gente. Es un lenguaje supercalifragilístico formado por palabrotas de grueso calibre como transversalidad, multilateralidad, sostenibilidad y otras igualmente pobladas por muchedumbre de sílabas. Un equivalente, por así decirlo, del latín que usaban los clérigos antes de que la pérdida de clientela los obligase a adoptar las lenguas romances del vulgo.

Infelizmente, tanto abuso del lenguaje como maniobra de distracción ha acabado por convertir los asuntos de gobierno en una especie de concurso televisivo. Si, un suponer, la gente se queja en las encuestas por los agobios que dice pasar a fin de mes, el presidente responde con un "pasa palabra" y se pone a hablar de la guerra civil, de la igualdad de sexos o de las recientes glorias futbolísticas de la selección. Y si los precios se desmandan, siempre se puede abrir un trascendental debate sobre la conveniencia de que los ministros vayan o no descorbatados al Congreso.

"Palabras, palabras, palabras", salmodiaba Hamlet: otro personaje caracterizado por la indecisión y la permanente duda entre el ser y el no ser. Va a ser que Zapatero lee a Shakespeare.

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