Una mujer me pidió que le dedicara mi última novela. Nos encontrábamos en el tercer piso de unos grandes almacenes, en el centro de la ciudad, y había poco movimiento. Estaba, pues, a punto de irme cuando llegó esta mujer. Me pareció que cojeaba un poco, pero luego descubrí que se trataba de un efecto óptico producido por las luces.

-¿Cómo se llama usted? -pregunté abriendo el libro por las páginas de cortesía.

-Natalia Busto -dijo. Y añadió en seguida: - No me llamo Natalia Busto, pero da lo mismo.

-¿Y cuál es su verdadero nombre?-pregunté.

-Prefiero no decírselo.

Estuvo varios minutos repitiéndome que no se llamaba Natalia Busto y que prefería no revelar su verdadera identidad. Luego se fue.

Llegó otra señora que me pidió que le dedicara el libro con la mano izquierda. Lo intenté, pero no me salía. La señora se enfadó un poco porque la página de cortesía del libro quedó hecha una basura. Me ofrecí a darle otro firmado con la mano derecha y me dijo que la mano derecha era una porquería. Le di la razón para no discutir y se fue detrás de Natalia Busto.

Cuando estaba levantándome para irme, llegó otra señora muy sofocada, como con un ataque de angustia.

-¿Por dónde se sale de aquí? -me preguntó.

Le indiqué la zona donde creía que se encontraban los ascensores, pero dijo que no podía utilizar el ascensor porque era claustrofóbica. Le señalé entonces la de las escaleras mecánicas y dijo que le producían vértigo.

-¿Pues por dónde ha entrado usted? -pregunté.

-Y yo qué sé -respondió echándose a correr en cualquier dirección.

Me pareció una mosca atrapada en el interior de una botella. De súbito, tuve una necesidad brutal de salir a la calle. La señora me había contagiado su claustrofobia. Busqué las escaleras de incendios, donde coincidí con Natalia Busto.

-Que conste que no soy Natalia Busto -dijo.

-¿Por qué insiste tanto en no ser Natalia Busto? -pregunté.

-Porque es la verdad, no soy ella. Unamuno se pasó la vida intentando ser Unamuno, Leonardo Da Vinci lo dio todo por llegar a ser Leonardo Da Vinci. Quizá usted se muera por ser Juan José Millás. Pues bien, yo dedico todas mis energías a no ser Natalia Busto. Me gustaría que todo el mundo se enterara de que no soy ella. ¿Por qué no me dedica usted un reportaje?

-Para eso necesitaría saber cómo se llama de verdad.

-De eso, nada. Lo único que necesita usted saber es que no soy Natalia Busto. Pase tres o cuatro días conmigo y verá que ni me muevo ni actúo ni como ni bebo como Natalia Busto.

-Es que yo no conozco a Natalia Busto.

-Natalia Busto no existe. Si existiera, yo sería ella.

Habíamos llegado a una esquina donde me pareció prudente despedirme, así que le dije adiós y partí en la dirección contraria a la que me pareció que tomaba ella. Al día siguiente estaba firmando ejemplares en unos grandes almacenes de otra ciudad, cuando la mujer que no era Natalia Busto me puso un libro delante. Me pidió que se lo dedicara a Alejandra Piernas, aunque ese -añadió- no era su verdadero su nombre.

-¿Y cuál es su verdadero nombre? -pregunté un poco preocupado.

-Prefiero no decírselo.

Le firmé el libro con mi sincero afecto y se fue. Pero cuando terminé la firma, volví a encontrármela.

-Que conste que no soy Alejandra Piernas -dijo.

-Ya lo sé -respondí-, ni Natalia Busto.

-Perfectamente -añadió-. ¿Y quién no es usted?

-Federico Arabia -respondí-. No soy Federico Arabia, pero me importa un pito que la gente lo sepa o no.

-Claro, como vive obsesionado con la idea de que la gente sepa que es Juan José Millás, ha olvidado por completo trabajar las identidades que no posee. Allá usted.

Esta vez se despidió ella dejándome sumido en un mar de confusión. Sabía que firmar libros en grandes almacenes era una actividad de riesgo, pero no hasta estos extremos. Llevo dos semanas soñando con la mujer que no era Natalia Busto ni Alejandra Piernas. Y lo que es peor, preguntándome si debo dedicarme seriamente a no ser Federico Arabia.