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El infierno del Bataclan

Las tres horas de suplicio de los rehenes, reconstruidas a partir de los testimonios de supervivientes

Luto ante el Bataclan. // Reuters

Desde Lou Reed a Prince, pasando por Telephone o el David Allen del surreal Gong, decenas de sacerdotes de la música popular hicieron soñar a miles de personas durante décadas en la parisina sala de conciertos Bataclan. Un templo de la música popular que el viernes por la noche se convirtió en un infierno para las 1.500 personas que asistían al concierto de los rockeros californianos Eagles of Death Metal.

La banda de Jesse Hughes se encontraba en plena catarsis rítmica cuando les interrumpió el ruido de unos supuestos petardos. No eran petardos. Eran balas de AK-47 -una de las máquinas de matar portátiles más perfectas- disparadas por cuatro jóvenes yihadistas.

Los cuatro individuos, de unos 20 años, hicieron su entrada por las puertas destinadas a permitir el acceso del público a la sala. Iban sin máscara. No tenían que ocultar su rostro porque el destino de su aventura era sencillo: matar y luego morir, accionando el cinturón de explosivos que llevaban adherido a su cuerpo.

Los asesinos, que hablaban un francés perfecto, como franceses o belgas que al parecer eran, entraron disparando ráfagas de fusil y gritando que Alá es grande y que sus disparos eran la venganza contra Occidente por su intervención en la guerra de Siria, en la que Francia bombardea posiciones del Estado Islámico desde el pasado septiembre. "Disparan a ciegas, han tenido tiempo de recargar sus fusiles varias veces y han vaciado sus armas con gran control", escribió en un tuit uno de los atrapados en la ratonera.

El estruendo empujó instintivamente al suelo a los asistentes al concierto, que se apelotonaron en grupos buscando cada cuerpo una protección imposible en los cuerpos más próximos. Muchos afortunados lograron escapar o refugiarse en escaleras, cuartillos de limpieza, almacenes de bebida, servicios o las esquinas oscuras que nunca faltan en esos lugares.

Los que no pudieron huir o disimularse entre las sombras, oyeron cómo los yihadistas se abrían paso entre ellos vaciando cargadores a quemarropa y reponiéndolos -explican algunos testigos- con la tranquilidad que sólo se adquiere tras un largo entrenamiento o tras haberse fogueado en los combates reales de Siria e Irak. La misma tranquila impasibilidad que el 7 de enero demostraron los asesinos que diezmaron la redacción del semanario satírico "Charlie Hebdo" por haber publicado caricaturas, algunas incluso obscenas, de Mahoma.

Los testigos insisten en que los terroristas eran muy jóvenes y en que tenían la piel clara de los descendientes de magrebíes. Un superviviente ha precisado que uno de ellos llevaba barba y que otro portaba gorra. Todos coinciden en que eran gente de apariencia normal, personas que nunca hubiera llamado la atención en las calles de París.

Fueron diez o quince minutos de pesadilla. Luego, con el suelo ya sembrado de cadáveres, se inició un eterno secuestro de casi tres horas, puntuado de asesinatos, en el que algunos rehenes se servían de su móvil para pedir una intervención policial: "Estoy en el Bataclan. Estoy herido pero vivo. Esto es una carnicería. Que den el asalto ya. Hay supervivientes. Están matando uno por uno. Hay cadáveres por todas partes".

Hacia las doce y media de la noche, la policía francesa decidió por fin lanzarse al asalto. Y la carnicería se multiplicó cuando tres asaltantes decidieron que había llegado el momento de saltar por los aires. El cuarto, al parecer, salió a la calle y allí, en pleno bulevar dedicado a Voltaire, se hizo pedazos.

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