Si esto fuera aún aquella España de la burbuja inmobiliaria, el traqueteo que ayer parecía descender del cielo en el centro de Madrid sería achacable al eco de alguna excavación. No. Lo que ayer estaba en construcción era un nuevo reinado, así que el sonido era un aleteo y provenía del helicóptero de la Policía que, incansablemente, escrutaba unas calles tomadas por el mayor dispositivo de seguridad que se recuerda en la ciudad. No dejó de zumbar en toda la mañana la mosca vigilante. Los francotiradores que en las azoteas completaban el blindaje, podían jugar a tener en su diana a los barrenderos, también a los que venían de doblete, a los voluntarios que en Sol estaban repartiendo banderitas de España, o al joven pelirrojo que unos metros más allá dormía apaciblemente en el suelo, vestido con ropa de montaña de marca, con un letrero en español y en inglés: "Estoy en huelga de hambre. Esta monarquía no es democracia".

El Estado entero se había congregado en una milla. Precisamente, entre el Congreso de los Diputados y el Palacio Real. Había que protegerlo. Todos los cargos imaginables habían confluido en el kilómetro cero del Reino. Había que ver qué concentrado de poder institucional. Era tal la extrema densidad de mando que cabía en siete autobuses, los que llevaron a los invitados desde el Congreso de los Diputados al Palacio Real, donde la nómina se aumentó para refinar al máximo esa tortura llamada besamanos al que fueron sometidos los nuevos Reyes. Los autobuses eran de la empresa Esteban Rivas y como eslogan prometía: "Kilómetros de calidad". Allí se subieron los jefes, ante la atenta mirada de agentes de la Policía Nacional destacados en el Congreso, que vestían de gran gala, pero que habían tenido que pagarse ellos mismos el tinte de los uniformes.

Se marcharon los autobuses del Congreso, unos minutos antes se habían ido los Reyes debutantes y con ellos los coraceros de la Guardia Real que los escoltaban al trote. Un conocido periodista, especializado en asuntos de milicia, comentó: "Hoy hemos sacado toda la caballería". Cuando ya no se escuchaban los cascos sobre el asfalto y quedaba la tribuna vacía, cuando los leones del Congreso bostezaban agotados, quedó muy a la vista un reguero de excrementos de caballo, que no animal es monárquico y sí anárquico en sus deposiciones. Resultó que olía bastante mal y entonces todo comenzó a hacerse nostalgia del cortesano perfume de la gala y el boato que allí se vio.

Nostalgia, por ejemplo, de Alicia Sánchez Camacho, líder del PP catalán, cuyo caminar sonaba como los tambores de una banda militar que redoblaba unos metros más allá. Había que verla, reina de Cataluña, pasando al lado de Cañete y diciéndole "¡quéé guaapo!". Nostalgia de Javier Arenas, ex secretario general del PP, entrando muy sevillanamente bronceado. De Felipe González, expresidente socialista, cabello de blanco nuclear y bronceado antillanamente como solo Javier Arenas llegó a estar alguna vez. De Pedro Sánchez, aspirante a líder socialista superguapo, con corbata morada con mensaje para el ADN republicano del PSOE. De Constantino de Grecia, hermano de la Reina Sofía, que llegó con bastón y cara de haber perdido una corona por ser buena persona.

Nostalgia de María Dolores de Cospedal, secretaria general del PP, que casi hacía conjuntar la esmeralda de los pendientes con el verde más apagado de la mirada, pero que tiene bolsas de preocupación en los ojos, bolsas de soñar en diferido con Bárcenas. Nostalgia del ministro García Margallo, que llega resoplando, y se saluda con gente que parece que le aprecia sinceramente y parece que por algo será. Nostalgia, sí nostalgia, de Aznar y Ana Botella, que son como unos Austrias que van obligados a la coronación de unos Borbones y tienen su punto de familia real para una eventual república popular. Nostalgia, también, de Zapatero que es de los tres expresidentes el más risueño, como si no hubiera sido presidente.

Nostalgia, sí, de tener ese aspecto de reciente siesta de pijama que tiene el presidente del Congreso, Jesús Posada, aunque lleve chaqué. Nostalgia de Eduardo Madina, que es larguísimo y serio con las cosas del socialismo. Nostalgia, la más intensa, de Cristina Cifuentes, que es del PP y es delegada del Gobierno en Madrid y, a pesar de eso, tiene un tatuaje en un tobillo y es motera.