En 1977 los atletas juveniles de Estados Unidos y la URSS se desafiaron a un duelo en la Universidad de Richmond que no tenía más objetivo que descargar un poco la tensa relación existente entre ambas potencias y echar de paso un vistazo a los jóvenes talentos del rival. Por la pista paseaba un chico espigado, rubio, de pelo largo y carácter agradable que de no haber sido por su camiseta roja y la hoz y el martillo en el pecho hubiese sido confundido con cualquier estudiante de aquella universidad americana. Se llamaba Vladimir Yaschenko y aquella tarde anodina, de marcas discretas, provocó un enorme revuelo cuando al primer intento franqueó el listón colocado a 2,33 metros. Delante de una audiencia boquiabierta un adolescente ruso acababa de batir el récord del mundo de salto de altura que en aquel momento parecía estar en las seguras manos del norteamericano Dwight Stones.

Yaschenko generó una conmoción por la marca y, sobre todo, por el estilo que empleaba. El ruso aún aplicaba la técnica del "rodillo ventral" que estaba a punto de extinguirse. Diez años antes el mundo había asistido a la exhibición de Fosbury en México que revolucionó la disciplina el día que decidió girarse contra el listón, elevarse, pasar la cabeza y la espalda por encima de la barra, y levantar las piernas sobre el obstáculo. Su progreso fue tan descomunal y sus ventajas tan evidentes –se aprovechaba mucho más la velocidad de la carrera– que la mayor parte de los técnicos aparcaron de inmediato el rodillo ventral –salto que obligaba a atacar de lado el obstáculo, elevar la pierna sobre el listón y girar todo el cuerpo sobre él como si fuese un rodillo–, un estilo que exigía mucho más al atleta. Pero a ese cambio de moda resistieron unos pocos románticos. La mayoría estaban en Rusia donde su mentalidad les impedía creer demasiado en los progresos que anunciaba occidente. Y Yaschenko fue el último profeta de este grupo de amantes de la vieja escuela. Richmond fue su presentación mundial, el primer capítulo de lo que debería ser una carrera extraordinaria. El mundo no tuvo ninguna duda de ello en el Europeo de pista cubierta de 1978 en Milán, una de sus primeras grandes competiciones internacionales. Allí voló por encima del listón colocado a 2,35 centímetros. Quienes le vieron dijeron que era como "un angelito al que solo le faltaban las alas". Yaschenko se colgaba del listón y allí parecía quedar suspendido el tiempo suficiente para hacer girar su cuerpo de forma casi mágica. Ofrecía una deslumbrante sensación de ingravidez. Los analistas, entusiasmados ante lo que acababan de ver, le señalaron sin dudas como el primer hombre que derribaría la barrera mítica de los 2,40 metros.

La irrupción en el atletismo de Volodia, su mote de niño, había sido meteórica. Nacido en Zaporozhye, una ciudad industrial del sur de Ucrania, su primer contacto con el deporte se produjo gracias al balonmano. Fue su hermano quien le acercó a las pistas de atletismo y su talento hizo el resto. Vasili Telegin, el primer entrenador, descubrió que no estaba ante un cualquiera, que aquellos tobillos eran capaces de generar una potencia extraordinaria que le concedían unas posibilidades gigantescas en el salto de altura. Eso, añadido a su ligereza y altura (1,94), le convertía en el prototipo perfecto para la especialidad. El problema fue que llegó demasiado rápido a la cima y pagó los excesos de unos entrenamientos devastadores en los que sometían a articulaciones y tendones a un esfuerzo exagerado. Uno de los ejercicios más recurrentes era el de saltar de una altura y rebotar en el suelo para volver de golpe al punto de partida. Una salvajada. Tenía diecinueve años cuando su talón de Aquiles dijo basta y saltó hecho pedazos. Se recuperó para volver a ofrecer su mejor nivel y lograr en Milán la marca de 2,35. Estaba de vuelta. Pero su tendón no. Meses después, con 20 años recién cumplidos, se produjo otra rotura de la que ya le fue imposible recuperarse. No pudo encajar el golpe de verse de repente fuera de las pistas, de la competición, de la fama. Se entregó al vodka mientras hacía ridículos intentos por volver a la competición. Su figura fue desapareciendo poco a poco de la vida rusa. Su sueño de estar en los Juegos de Moscú en 1980 se había ido al traste y sufría para encontrar algo que le enganchase a la vida. Solo le reconfortaba la bebida. Su cuerpo comenzó a deteriorarse, su sistema nervioso se vio afectado y con menos de cuarenta años sufría una galopante cirrosis. Malvivía en su Ucrania natal con una pensión que apenas llegaba a los cincuenta euros al mes y escondido en una de esas edificaciones soviéticas que más parecen una colmena. Acababa de pasar la cuarentena cuando un cáncer de hígado acabó con él. Se iba para siempre un romántico, el último hombre que se resistió a rendirse al huracán Fosbury.