Transitaba mi niñez en el Instituto Santa Irene. Era principio de curso. De repente entró él con su paso de legionario (ligero, siempre ligero). "Buenos días chavales". Y su saludo de verbo grave, que como el trueno, fue recorriendo el aula de la mano del eco hasta llegar a mí, que por aquello del orden alfabético, ocupaba la última fila. Sí, era Lalo Vázquez Gil.

Cierto día, ya dos o tres clases avanzadas del curso, nos habló de la lectura; de lo importante que era adquirir ese hábito ya desde la niñez. Y, sabiamente, nos fue acorralando hacia su pequeña trampa: "Porque, todos conocéis el personaje de Robinson Crusoe" aseveró para, acto seguido preguntar: ¿Hay alguien de la clase que no haya leído ese libro? Un silencio sepulcral se instaló en el aula. Era un silencio vergonzoso, que llevaba implícita una respuesta que no era cierta: "todos lo habíamos leído". De repente alzó el brazo y su dedo índice señaló al fondo de la clase. Sí, se dirigía a mí. "A ver, tú, ¿cómo te apellidas? Vilas, contesté con voz temblorosa, mientras los colores se asomaban incontrolados desbordando las mejillas. "Bien, Vilas, háblanos del personaje, de Robinson Crusoe". Y yo, que evidentemente no había leído aquel libro, pero que me sonaba algo a un personaje de aventuras, para salir del paso le contesté que, si no me fallaba la memoria, era un arquero que vivía en el bosque y ayudaba a los pobres. Aquella respuesta provocó una amplia sonrisa por su parte y a la vez positiva valoración dado que, por lo menos, había tratado, con cierto ingenio, salir del paso aunque confundiese a Robinson Crusoe con Robín Hood. "Bueno Vilas, te pongo como tarea, que lo tengas leído para la próxima clase". Él sabía perfectamente que esa encomienda era extensible a todos, dado que era plenamente consciente de que ninguno lo había leído. Nada más llegar a casa le conté a mi padre lo sucedido. Él, encantado, pues era un hombre al que le gustaba leer, ese mismo día adquirió un ejemplar en la librería Cervantes. A la clase siguiente acudí con mi cerebro en plana digestión de aquel texto; preparado para pasar examen. No hizo falta. Él sabía perfectamente que, no solo yo, sino todos, lo habríamos leído.

Fue el primer libro que leí entero. Pero lo más trascendente es que fue un punto de inflexión: desató en mí no solo el hábito por la lectura, sino la más que inclinación, necesidad, por escribir. Y ahora, que aunque ya en edad tardía, está a punto de salir al mercado mi primera novela, "Coraje", me ha venido a la memoria, en base al subtítulo que la Editorial le ha puesto a la misma "Un reto a la vida", una muy graciosa anécdota en clase provocada por Lalo Vázquez Gil: Aquella mañana entró en el aula con la muñeca derecha vendada (un pequeño accidente doméstico, según nos contó). Entonces nos explicó cómo aquel contratiempo adquiría en su caso, dado que su trabajo era escribir, una importancia capital. Y que había caído en la cuenta de lo absurdo que era el que, teniendo otra mano exactamente idéntica, la izquierda, la tuviésemos totalmente atrofiada para ese menester. Nos dijo que desde hacía dos días había estado practicando, y que todos nosotros deberíamos de hacerlo para lograr ser ambidiestros. "Os lo voy a demostrar". Tomó la tiza y se puso a escribir en el encerado. Las contenidas risas se tornaron en carcajadas cuando él mismo se unió al coro al comprobar lo ilegibles de aquellos garabatos. "Bueno, que conste que con el bolígrafo me sale mucho mejor". Nos dijo sin dejar de sonreír a la vez que rápidamente, con la mano izquierda, tomaba el borrador.

Retomando un tono ya más académico nos dijo que sí, que era difícil, pero que él lo seguiría intentando, y nos animó a que nosotros también asumiésemos ese reto, "un reto a la vida".

Lalo Vázquez Gil. De siempre, y para siempre, en el recuerdo.