Han querido y tachado de oportunista la visita de Angela Merkel, la Bundeskänzlerin germana, al campo de concentración de Dachau. Ha sido esta la primera vez que un canciller alemán visita este campo. Más allá de la foto, del trasfondo o no electoral o preelectoral está el simbolismo. Impresiona el silencio y la soledad querida de esa foto. Impresiona el aire cortante y seco en Dachau. El viejo barracón reconstruido. La explanada inmensa. Los pequeños hornos. Porque el trabajo no los hizo libres, como reza ese mezquino epitafio a la puerta del campo. El primer campo de la locura totalitaria y asesina nazi. Ahí empezó todo. A unos pocos kilómetros de Múnich. Allí fueron asesinados más de cuarenta mil seres humanos. Ideología, religión, raza, etnia era, en el delirio nazi que empezaban en aquel momento un apogeo de deriva, locura, irracionalidad, pero entusiasmo de una gran parte de la sociedad alemana abducida incomprensible e increíblemente, el delito. El pasaporte para acabar en un KZ, campo de concentración. Allí mismo en 1933, a las pocas semanas de formar gobierno por encargo del viejo mariscal Hindenburg, Adolf Hitler ordenaría erigir el símbolo de la destrucción del ser humano. Luego vendría el incendio del Reichstag, la noche de los cristales rota y la larga y terrible noche sobre Alemania, Europa y el mundo.

La atmósfera grisácea de dolor y horror en estado puro. Años después vendrían campos de exterminio, de genocidio ordenado y estudiado por unos jerarcas nazis sin alma, sin compasión, enardecidos por el odio, la ira, la venganza, la destrucción de todo. Dachau fue el laboratorio de lo que luego vendría, la aberración del odio, la insensibilidad manifiesta del ser humano convertido en verdugo y carnicero. Sin piedad, sin remordimiento. Millones de personas, de judíos sobre todo, fueron llevados a un martirio silencioso, cruel, despiadado, inhumano e indigno. Asesinados. También comunistas, gitanos, y un largo etcétera. Nadie lo evitó. Pocos quisieron saber algo. Incluso los bombardeos aliados de vías y campos llegaron demasiado, demasiado tarde. ¿Se sabía lo que estaba pasando dentro y fuera de Alemania y sobre todo en los campos de Polonia y Ucrania? Arendt acuñó aquel célebre título a propósito de Eichmann, la banalidad del mal. En Dachau como en todo campo de concentración y exterminio, el hombre llegó a la infrahumanidad. A esa suerte de Leviathán destructivo y despiadado. A la desnudez inmisericorde de los valores, de los sentimientos, de la compasión. Crueldad, castigos y torturas delirantes, experimentación médica, física, química. Locura y crimen. Desgarro y tortura devastadora. Cobayas anónimas zarandeadas por lobos hambrientos de sangre y destrucción.

Desde aquel 21 de marzo de 1933 en que sobre una vieja fábrica de pólvora se levantó Dachau, el campo, no hubo descanso, no hubo paz, no hubo piedad, no hubo perdón, sólo habló el odio, el rencor, la ira, y finalmente las armas y los hornos crematorios. Hace unos años al papa Ratzinger tras adentrarse en el campo de exterminio nazi de Auschtwitz interpeló directa y humildemente a Dios. "Dios mío ¿dónde estabas?, ¿por qué permaneciste callado?", se preguntó Benedicto XVI. El hombre ha sido creado como un ser libre, en su mismidad. Escribe su propia historia, los renglones con que lo haga solo dependen de él. Pero otros hombres se encargan en discernir la vida y la muerte, así sucedió en la Alemania nazi, en el miserable gulag soviético y estalinizado, pero también en 1936 en este ruedo ibérico, goyesco y a garrotazos. En 1936 el hombre se negó asimismo pero antes rehuyó de Dios. En 1936 los españoles se lanzaron a una guerra que nadie quiso parar. El hombre urdió las redes de la maldad y cayó en su abismo. Pero algo hay más fuerte y mortal que la maldad, la indiferencia. Fuimos indiferentes, allí y ahora, en la guerra y en la durísima y amnésica postguerra. La indiferencia, el silencio y el miedo ganaron aquella batalla. Pero Dios siguió ahí como siempre lo ha estado. Simplemente el hombre no quiso verle, no quiso escucharle y lo ignoró. Todavía lo ignoran hoy, pero Dios está y sigue ahí. Preguntarse o hacerse este interrogante responde a otra dimensión, otro ámbito que no debe ignorar la radical libertad que todo hombre tiene. Así fue creado, causalmente y no determinísticamente. Es la libertad del ser humano la que camina hacia el bien o el mal, hacia la destrucción o la felicidad. El hombre empiedra sus caminos y sus encrucijadas. Escoge el rumbo, solo el viento le zarandea en la mejilla. Pero es libre, profundamente libre, él y su circunstancia, la única, la propia de todos y cada uno de nosotros. No tiene, por tanto, sentido elevar otras culpas o buscar justificaciones que no lo son ni pueden serlo.

Dachau, el primer campo de la ignominia nazi, el primer campo de la infrahumanidad del hombre y la miseria moral del poder descarnado, totalitario y negador de todo.