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La angustia que embargó a los escritores

EL SÁBADOAmigos en período de tubulencias

La correspondencia entre Joseph Roth y Stefan Zweig explica un tiempo convulso en Europa

Stefan Zweig, en Nueva York.

Géza von Cziffra, director de cine, guionista y escritor austrohúngaro, conoció a Joseph Roth en el legendario Romanisches Café, de Berlín, a finales de 1924, cuando éste último era corresponsal volante por Europa del "Frankfurter Zeitung". Contaría más tarde en su libro de recuerdos sobre él que la primera vez que lo tuvo delante no sabía nada de su persona; desconocía quién era, y que a su muerte, catorce años después, cuando redactó una necrológica para un periódico de Budapest sólo lo suponía. "También la posteridad necesitó decenios para reconocer su auténtica grandeza, y al mismo tiempo para interpretarlo", escribiría tiempo más tarde Von Cziffra. Esa grandeza aún sigue siendo interpretada, y si la palabra feliz pudiera pronunciarse al mismo tiempo que Roth tendríamos que uno de los grandes acontecimiento literarios de las últimas décadas ha sido precisamente redescubrir al autor de "La marcha Radetzsky". En España, gran parte de ese mérito corresponde a la editorial Acantilado que ahora publica "Ser amigo mío es funesto", un volumen que incluye la correspondencia que Roth y su compañero, el novelista Stefan Zweig, mantuvieron entre 1927 y 1938.

La amistad entre Roth y Zweig fue un hecho importante en la vida de ambos y su revelador intercambio epistolar ayuda a entender el tiempo convulso que vivieron. Como polo opuesto, Zweig era rico, agradable y bien relacionado. Una de sus obras más populares, "Carta de una mujer desconocida", fue llevada al cine e interpretada por Joan Fontaine y se convirtió en un éxito de Hollywood. Zweig era el triunfador, Roth el hombre que rumiaba su fracaso agobiado por las deudas y con la salud seriamente dañada por los excesos alcohólicos. Suplicaba a su amigo, le rogaba que abandonase Alemania, que para él había dejado de ser un sueño para convertirse en una pesadilla, y también le pedía, una tras otra, ayuda económica para salir de su difícil situación. Todo ello no le impedía, a su vez, criticar la obra de Zweig sin miedo, parecer ingrato, como le reprocha con frecuencia otro amigo suyo, Soma Morgenstern, en "Huida y fin de Joseph Roth", otro retrato crepuscular de aquel tiempo que se fue para no volver. Roth y Zweig discutían sobre Alemania, acerca de sus posiciones en el mundo como judíos, y especialmente sobre el futuro cada vez más incierto que les aguardaba en aquella Europa en descomposición. La visión de las cosas de Roth era la más lúcida y pesimista.

"Se lo agradezco de corazón y en todo mi vocabulario no hay otra palabra. Es verdad que 2.000 francos no me salvan, pero es como a un preso al que no le quitan las cadenas, sino que sólo se le aflojan. Aunque no se me aflojen más que por dos semanas, eso para mí ya es un atisbo de libertad y al menos puedo mirar afuera por la ventana del calabozo (...)" De este modo escribía Joseph Roth a su amigo, desde París, a finales de octubre de 1935. Estrés y un sinfín de preocupaciones sobre el dinero. A Roth, que continuaba escribiendo mientras el mundo estaba al borde de una segunda guerra mundial, le crecían los problemas derivados de un estilo de vida itinerante y siempre en busca de un lugar más seguro donde quedarse. A bordo de una tabla de salvación, anticipó su peregrinaje al de Zweig, cuya vida acabaría dos años después en Brasil.

Roth, que se proclama en todo momento viejo, aquejado de dolencias y estragos diversos, murió en 1939, con 44 años. Nacido en una familia judía de Brody (Galitzia), cuando esta región formaba parte del imperio austrohúngaro, nunca conoció a su padre, que terminaría por enloquecer. Asistió a la Universidad de Viena y entró en acción durante la Primera Guerra Mundial. Más tarde se convirtió en un periodista de éxito y publicó sus primeras novelas. Cada vez más desilusionado con la sociedad alemana y su literatura (despreciaba a Thomas Mann), se largó a París para unirse a los expatriados como Hemingway y Joyce. Pero rara vez se mezcló con escritores. Enseguida, empezó a verse acuciado por los problemas de dinero, angustiado mentalmente y con una carga de trabajo excesiva.

Una biografía podría haber resuelto las quejas incesantes de Roth por la falta de dinero en efectivo, pero en ella no tendríamos su voz. El volumen de cartas que ahora publica Acantilado muestra, sin embargo, al hombre con todos sus defectos y proyecta sobre él una luz despiadada: su mendicidad, la crítica hacia todo lo que se mueve a su alrededor, el conflicto entre lo privado y lo público y su dolorosa susceptibilidad. Nada podría retratar mejor la decadencia de Roth que la correspondencia dirigida a Stefan Zweig, que es sólo una parte de la que escribió en los últimos años de su vida. Si alguien escribió sobre la amargura hasta el punto de desnudarse en su más trágica inconsistencia, ése era Joseph Roth, lúcido y tremendamente libre en su desesperada huida. Las cartas, escritas desde los hoteles de media docena de países, ponen de relieve el hecho central de su vida y de su obra: el desarraigo. Desde el primer momento, reconoce la sensación que siempre ha estado con él de no pertenecer a ninguna parte. En cierto modo, como también admite en 1930 ante el editor de su correspondencia original, Michael Hofmann, todo lo que figura en ella, incluidas estas cartas con su amigo Zweig, probablemente éstas más que ningunas otras, podrían presentarse perfectamente como un epitafio.

"En ninguna parte, en ningún registro o catastro parroquial hay constancia de mi nombre o fecha de nacimiento", escribió una vez. "No tengo casa, aparte de estar en casa conmigo mismo. Donde quiera que me halle infeliz, ése es mi hogar. Si lo abandono, me perderé. Por lo tanto, tengo mucho cuidado de permanecer dentro de mí mismo".

"No puedo renunciar a la libertad", escribió a Stefan Zweig . La libertad para Roth era el derecho a adaptarse a todas sus posesiones, que cabían en dos maletas, con las que en un solo año se movió desde Austria a Alemania a Francia, a Rusia; no tener ninguna dirección ni cuenta bancaria. Estaba casado con una esposa comprometida con un asilo mental y tenía una de esas amantes a largo plazo. Evitó la vida familiar pero sintió el deber de apoyar a sus mujeres. Roth se veía a menudo sin dinero, pero siempre que lo tuvo lo compartió. En una escala más amplia, la libertad era para él la licencia con que desdeñar amigos o naciones carentes de humanidad. Roth estaba viviendo en Berlín en 1933, pero el día en que Hitler se convirtió en canciller se fue y nunca regresó. "Lo que me separa del mundo, sin una sola excepción y está activo en Alemania", le escribió a Zweig, "es precisamente lo que divide a un ser humano de un animal".

El mundo de ayer

  • En un mundo que nacía a la modernidad, a caballo entre dos siglos, Gustav Klimt revolucionó la pintura con cuadros ornamentados en oro. Sus excepcionales retratos femeninos documentan el auge de la burguesía. La obra de Klimt refleja la transición de la época Ringstrasse hacia los comienzos de lo abstracto. Era un tiempo de fuertes cambios, Alemania y Austria tenían la supremacía de la ciencia y el conocimiento. Bajo el imperio de los Habsburgo florecían las artes y el pensamiento. Freud practicaba el psicoanálisis en su consulta de la calle Berggasse de Viena, donde desarrollaba sus teorías sobre la histeria y la interpretación de los sueños y Einstein trabajaba en lo que más tarde sería conocido por la teoría de la relatividad. Los escritores del imperio austrohúngaro, Stefan Zweig, Karl Kraus, Hermann Broch, Joseph Roth o Robert Musil eran admirados. Los teatros de ópera representaban "El anillo del nibelungo", de Richard Wagner y la música oscilaba entre el romanticismo de Mahler y la vanguardia atonal de Schönberg. La Viena que empezaba a ser racional con el arquitecto Otto Wagner, entonces una metrópolis de dos millones de habitantes, competía con París y Londres. Entre fuertes disensiones nacionalistas, todo aquello duró lo que podía durar y las guerras, una tras otra, establecieron su dramático compás.

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