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La chispa de los sintecho que habitan las alcantarillas

Ya ni les queremos ver porque son como un espejo que nos devuelve la imagen de una sociedad injusta y egoísta.

Recuerdo que en mi primer viaje a Nueva York, hace ya 46 años, me sorprendió el racimo de desheredados que veía tirados por las calles, concentrados en la zona del Bowery. Una americana que me acompañaba me dijo, entre otras cosas, que si algunos de ellos tenían aún una apariencia tan buena era porque, quizás, no hace mucho tenían una familia y un trabajo, pero las cosas pudieran haberles ido mal y pasar del todo a la nada. Yo venía de una España aún de Franco en que los pobres que veía por las calles eran de solemnidad, parecían haber nacido así, sin otro estar conocido que el de la miseria en la vida. Cuando volví unos años después a Nueva York apenas vi a aquellos marginados porque un alcalde, no se si Juliani, los había metido bajo las alfombras, expulsándolos hacia zonasmenos visibles a los ojos del turista. No sé cómo estará ahora el sinhogarismo en Nueva York pero leo que en Los Ángeles el encarecimiento de la vivienda agrava el drama de los sintecho, con un nuevo récord de un alza del 12% en el último año. Y que el 53% de los recién llegados reconocía que acabó en la calle por la presión del mercado de la vivienda. Ya me sorprende muy poco, porque a España voló hace tiempo ese pájaro atroz de la tragedia que dicta el neoliberalismo: esto es un ascensor e igual que puedes subir, bajas hasta la nada sin techo si algo haces mal.

Cuando me los encuentro en las calles veo que cada vez son más los que parecen recién llegados. como si repentinamente hubieran tenido que dejar una vida tranquila, una casa cuya hipoteca pagaban, una televisión y hasta una nómina, como si aún estuvieran calientes los besos que le daban y un regalo por el día de padre. Siempre me sentí tentado a pararme y preguntarles por su vida, pero nunca me decidí para no salir de mi zona de confort, para no tener que asumir que mi sociedad era tan impúdica con los que fallaban que los expulsaba a las tinieblas del sinhogarismo, a los sueños entre cartones y a los fríos bajo las estrellas. Y una nueva ola del mercado neoliberal parece que va a incrementar el número de los que acumulan vivencias traumáticas encadenadas que les hacen perder su estabilidad emocional, sus recursos económicos y su red de apoyo. Aparecen ya las primeras víctimas de esa brutalidad que es el aumento de los precios de la vivienda, gente que no ha tenido tiempo siquiera de ser clase media, de tener una profesión o una familia que recordar. Esos a los que las últimas derivas del liberalismo económico les impide progresar, no dándoles trabajo o pagándoles de modo tan miserable que, si quieren comer, no da para hacer frente a una vivienda. Los pobres con trabajo, incluso con nómina.

Dicen las estadísticas de Cáritas que treinta mil personas en España no tienen techo propio donde cobijarse, donde construir expectativas, donde calentarse, dormir, soñar, proyectar, curarse de las heridas cotidianas... Más de un millón de personas viven en nuestro país en infraviviendas: no poseen servicios mínimos, no tienen ventilación adecuada, carecen de protección frente a las inclemencias climáticas, viven hacinadas, sus viviendas son de difícil acceso y jurídicamente inestables. Y mientras, algunos se desgastan con demandas independentistas o derechistas,propias de una psicopatía tribal.

Ya ni son noticia salvo que el frío del invierno, la nieve y la lluvia les pueda conseguir, si mueren, un espacio en alguna página de periódico. Ya ni les queremos ver porque son como un espejo que nos devuelve la imagen de una sociedad injusta y egoísta, solo preocupada por solucionar la quiebra económica de multinacionales o de bancos. Pero ándense con cuidado porque bajo las alfombras de la realidad, escondidos, airados por la riqueza sobrante de otros, ateridos de frío pero llenos de justa ira, hay cada vez más desalojados, esos que habitan en las alcaltarillas y que, como no tienen nada que perder, saltarán a la menor chispa para derribar a los acomodados. Y a ellos se sumarán aquellos que sobreviven pero, jóvenes o mayores, han perdido toda esperanza de mejora. Porque si no hay esa esperanza, todo mal es posible. Los de los chalecos franceses son el primer aviso.

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