Domina José Manuel Otero Lastres el delicado arte de atrapar a los lectores desde el primer momento sin permitir que su interés decaiga hasta el desenlace. El origen de “La niña de gris” está en algo tan aparentemente inofensivo como una esquela. Esas despedidas amortajadas en papel encierran muchos secretos entre los pliegues de la realidad y eso atrae al protagonista: “Despertaban su curiosidad porque revelaban, en numerosas ocasiones, circunstancias singulares no solo de la personalidad de los fallecidos, sino también de los deudos que se encargaban de su inserción”.

“Sexagésimo sexto aniversario de la muerte del alférez legionario el 18 de febrero de 1937 en el monte Pingarrón. Tu asistente, Paco, que no te olvida. Ferrol”. A partir de esas líneas cruzadas que se mueven al compás de un misterio con apariencia de acertijo, el autor procede a tejer una telaraña de secretos y preguntas que esquivan respuestas.

Ahí tenemos a José Varela como investigador aficionado que encuentra en esas palabras publicadas en un periódico gallego la forma de pasar el tiempo: le sobra como prejubilado que es con solo 53 años a sus espaldas. Y se mueve y remueve y conmueve. Varela indaga y conoce a Paco Alonso y a su esposa, Sara. Una pareja que es toda amabilidad y los mejores confidentes posibles para hurgar en la herida abierta por la muerte del alférez Miguel. El escenario era la Guerra Civil y Ortega fue uno de tantos españoles que dejaron su vida cotidiana para alistarse y marchar al frente. Es la letra herida de Miguel en un diario cautivo del tiempo la que va desvelando huellas, pistas, sospechas: ¿qué pasó aquella noche del 17 al 18 de febrero en el monte “Vértice de Pingarrón”?

Los lectores de Otero conocen de sobra su destreza a la hora de construir rompecabezas literarios. Muñecas rusas que esconden en su interior figuras más pequeñas hasta llegar a la explicación definitiva. Entre dudas y deudas, bajo el peso de la amistad y los amores escondidos, se hila una historia de hijas que no conocieron a sus padres, de destinos inesperados que juegan al desorden y el desconcierto.

Varela es un personaje descrito con profundidad y sagaz precisión: duro y exigente en su trabajo, apreciado por superiores y subordinados, correcto incluso a la hora de reñir, persona de buen corazón, simpático, afable y, sobre todo, gran amigo de sus amigos. Con fama de “filósofo de la vida” y de pesimista: “Lo primero, porque era observador y reflexivo, y solía recurrir con frecuencia a frases llenas de sabiduría popular, habiéndose ganado por ello el apodo de ‘El Sentencias’”. En definitiva, cualidades dignas de un buen investigador. Y que vive solo tras la muerte de su esposa y la marcha de sus hijas. Cuando Paco le ofrece un trato sin letra pequeña, acepta sin titubear: “Usted va a ir descubriendo la historia poco a poco, con mi ayuda, pero ha de hacer exactamente lo que yo le diga y por el orden que le fije”.

A partir de ese hilo del que tirar con una colaboración privilegiada, Varela se convierte en un explorador de la memoria para tratar de iluminar las zonas de sombra. Como en toda novela de investigación que se precie, Otero Lastres va desentrañando sin prisas ni pausas los misterios apuntados por algo tan sencillo como una esquela. Pero no es solo la intriga o la resolución final lo que motiva el impulso narrativo del autor: la construcción de personajes a partir de pequeños pero elocuentes detalles, la información que se va desgranando sobre el propio pasado de Varela, las reflexiones sobre diversas señas de identidad de una sociedad, siempre con la presencia de la Guerra Civil emponzoñando la memoria colectiva. La novela armoniza así el engranaje literario de una obra de género con las dobleces de ficción y realidad que ayudan a entender más y mejor nuestra historia desde la perspectiva de un recio y saludable humanismo.

“Es curioso, cuando muere un ser muy querido se suele decir que deja un gran vacío… pero no es cierto, sigue estando presente y llenándolo todo más que nunca. Y es que, a veces, por extraño que parezca, hay ausencias que ocupan más espacio que muchas presencias…” Esa reflexión, llena de tristeza y esperanza a la vez, define bien el tono de una novela impregnada por la atmósfera gallega en que se desarrolla, y en la que surgen, de pronto, confesiones tan amargas y bellas como la de Varela evocando la muerte de su mujer. Leemos, releemos: “El sufrimiento es como el aire; no puede medirse, pero a cada uno le toca respirar el suyo”. Y “La niña de gris” respira distintos sufrimientos, escribe distintas esquelas que descifran la existencia y nos recuerdan lo que fuimos, lo que somos, lo que seremos.