A principios de la Edad Moderna tuvo lugar en Europa una caza de brujas en la que se persiguió a centenares de miles de personas, un 70 por ciento de ellas mujeres, en una guerra alimentada por la misoginia que aún continúa en la actualidad en el África negra, Centroamérica y algunos países de Asia. Adela Muñoz Páez, catedrática de Química Inorgánica de la Universidad de Sevilla y autora de “Brujas. La locura de Europa en la Edad Moderna” (Debate), habló ayer en el Club FARO de un capítulo de la historia desconocido para el público en general.

En la entrevista-coloquio presentada por la periodista Lucía Trillo, la ensayista fue desterrando mitos e ideas erróneas respecto a la caza de brujas, tales como que la Inquisición fue culpable de esa persecución o que España fuera epicentro de ese fenómeno. “La cifra de ejecuciones en España es anecdótica –25 o 30, exceptuando las 400 ajusticiadas en Cataluña por tribunales laicos– comparada con Alemania, en que se ve multiplicada por una tasa de mil”, comentó la escritora, que añadió que la Inquisición española –más centrada en perseguir herejes entre los judíos y moriscos– “actuó de dique de contención para detener esa locura que se desató en otros países de Europa”.

Preguntada por su interés en abordar el tema de la cazas de brujas, la catedrática de Química Inorgánica explicó que a raíz de su libro “Historia del veneno. De la cicuta al polonio”, decidió investigar sobre las mujeres que usaban hierbas para realizar sus pócimas. “Esperaba encontrarme con mujeres sabias y con poder para cuestionar las normas y me topé con víctimas sometidas y machacadas. Ser rebelde es un lujo que las mujeres no nos pudimos permitir hasta el siglo XIX”, afirmó Muñoz.

Para encontrar el origen de esa persecución a las mujeres, Muñoz viajó a la antigüedad, hasta la época de Aristóteles, que las denostaba calificándolas de “machos imperfectos “ y esas ideas se trasladan al cristianismo. “Me sorprendió la energía y esfuerzo que muchos padres de la iglesia, mentes brillantes de la época, gastaron en demonizar a las mujeres escribiendo extensos tratados. Creo que pretendían conjurar sus propios demonios y hasta denostaban su poder sexual y de dar vida”, explicó. De hecho, uno de estos tratados, “El martillo de las brujas”, “fue el segundo libro más leído durante tres siglos, después de la Biblia”, apuntó.

Otro hecho que destacó Muñoz es que un 30% de las personas perseguidas y ejecutadas eran hombres que pretendían parar esa locura. “También hubo mentes brillantes masculinas que se opusieron a esos argumentarios y escribieron libros refutando los procesos de ejecución y quema en las hogueras de las supuestas brujas”.

Lo que comenzó afectando a mujeres de clase baja, normalmente de mediana edad que vivían solas, sin ningún hombre que las defendiera y cuyo delito era “cruzarse en el camino con un perseguidor de brujas o un vecino con rencillas”, acabó arrollando también a mujeres de clases más altas, debido a la codicia de muchos acusadores y ejecutores que vieron en ello una manera de ganar popularidad y de repartirse las riquezas de las quemadas en la hoguera. Las acusaban de delitos tan inverosímiles como volar en escoba, causar granizadas o hacer que la cosecha se estropeara.

Entre los factores que avivaron esa persecución frenética que supuso la muerte de entre 50.000 y 60.000 personas, Muñoz citó el surgimiento de la reforma protestante como movimiento para volver a los orígenes y el consiguiente enfrentamiento entre iglesias “que generó una especie de competencia para ver quién era más cruel en la caza de brujas”. Eso explica por qué en países como Alemania hubiera devastado pueblos enteros –entre ejecuciones y población que huida despavorida–, ya que allí sí caló la reforma protestante, algo que no sucedió en España. Guerras, hambrunas o fenómenos climáticos acrecentaban esa caza en que se usaba a la mujer como chivo expiatorio.

La fantasía de unas muchachas tras los casos de Salem y Zugarramurdi

La fantasía de tres jóvenes se esconde en los orígenes de dos de los procesos de caza de brujas más conocidos: el de Salem y el de Zugarramurdi. En el primero, según explicó Muñoz, la acusación inicial partió de dos menores de edad –una de ocho años y otra de doce–, hija y sobrina de un pastor protestante que vivían en una comunidad puritana y solían participar en juegos de niñas “posiblemente de contenido lésbico” con una esclava antillana que practicaba vudú y que fue la primera acusada de las más de cien personas que se vieron encausadas, veinte de ellas ejecutadas porque no se declararon brujas. Junto a la esclava, las primeras señaladas fueron una mendiga y una mujer que fumaba en público. En Zugarramurdi fueron acusadas por una muchacha criada en Francia que había nacido en el pueblo y al volver a España dijo que ella había sido miembro de la secta, que había volado en escoba y había participado en aquelarres, La primera que acusó, una joven casada, acabó acorralada y confesando que era bruja por la presión de la sociedad. Y es que autoinculparse o señalar a otras era una manera de poner fin a las torturas físicas o de quedar exoneradas.