El perro de Sebastià Alzamora (Llucmajor, 1972), Cooper, murió envenenado. “Me golpeó, me dolió y me dejó perplejo, porque fue un acto sin sentido, gratuito, miserable. Que no sabes si es para hacer daño o hacer sentir mal al dueño”, se sincera el escritor mallorquín, al que ese episodio cercano le sirvió de punto de partida de su nueva novela Ràbia (Proa), ambientada en una localidad turística y protagonizada por un narrador, un escritor que no escribe, y su perra Taylor. “Me llevó a pensar y a hablar, desde la literatura, de los comportamientos gratuitos, estúpidos y malvados como este que se producen con frecuencia en todos los ámbitos de la vida cotidiana. Porque es el mundo, no el animal, el que tiene la rabia”.

–¿Vivimos en una sociedad cada vez más rabiosa?

–El siglo XXI ya empezó rabioso, con el ataque a las Torres Gemelas, y desde entonces, en estos 21 años, no ha dado tregua. Y la pandemia lo ha agudizado más. Pero al margen de los grandes hechos políticos, económicos y mediáticos, que no hay que menospreciar porque tienen influencia en las vidas individuales, tienes la sensación de que la gente de la calle está perdiendo el respeto por los demás, enorgulleciéndose de actitudes prepotentes e insultantes. Me parece peligroso.

–¿Existe vacuna contra esta rabia generalizada?

–Me gustaría poder decir que con la educación, el arte, la música, la literatura, pero no es así, porque ves a personas cultas y bien educadas que se dejan ir igualmente e incluso con más mala intención. No sé. La idea ilustrada de que la cultura nos tenía que salvar se ha demostrado que no es cierta. Pero tampoco digo que estemos llegando al fin de la civilización, ¿eh? La semilla de la rabia está en nuestro interior. Tengo la esperanza de que sea un periodo transitorio, pero viendo la historia de la humanidad no hay muchos motivos para esperarlo.

–Al narrador, de unos 50 años, un joven que se le cruza con un patinete y le grita: ‘¡Aparta, viejo!’. ¿La gente ha perdido los valores?

–Es una escena real. A mi padre, de 81 años, le ha pasado varias veces y eso que vive en un pueblo. Pero también a mí me gritan ‘viejo’. Es un ejemplo de cómo nos tratamos unos a otros. Con la voluntad de intimidar, de ir pisando fuerte y ‘apartaros que vengo’. No sé si viene de la falta de valores. Somos animales que aprendemos mucho por imitación y muchos comportamientos se transmiten dentro de las casas, en la escuela no hacen milagros.

–¿Tienen culpa las redes?

–Las redes han abierto las compuertas de la porquería. No las quiero demonizar porque soy usuario y encuentro en ellas cosas interesantes, pero funcionan sin filtros y a menudo la gente se ampara en el anonimato para insultar. Siempre se ha dicho que la gente en parte va al fútbol para desfogarse gritando e insultando. Pero el protagonista hace como yo, juzga poco a la gente y se queja poco. Creo que todo el mundo está continuamente quejándose como para darse importancia.

–La de la perra no es la única muerte en una novela. De ahí pensamientos como que “la vida consiste en vernos morir los unos a los otros” y darse cuenta de que a los 50 no le queda suficiente vida para hacer todo lo que quiere.

–Es una constatación, no un drama. Como cuando estás de vacaciones y dices que harás muchas cosas y cuando acaban no has hecho ninguna. Y trato de la muerte, pero sin dramatismo ni tristeza. Es un tema en el que pienso siempre, no hay día en que no me venga la muerte al pensamiento. Mi madre murió hace tres meses, fue una pérdida tremenda que te enfrenta cara a cara con ella y tomas conciencia de que esto va así. Forma parte del misterio de la vida, no tiene explicación. Y seguramente está bien que sea así.

–El lector huele la tragedia.

–Quise que desde el principio de la novela flotara latente la sensación de que algo malo pasará. Las muertes del libro son violentas y absurdas. La violencia de los animales es explicable, para defender su espacio…, pero la de los humanos generalmente es absurda y no tiene sentido, tiene que ver con la voluntad de poder.

–La Bellavista de la novela es ficticia, pero podría ser su Mallorca natal o cualquier localidad de turismo de botellón.

–Sí, me baso en referentes mallorquines, pero podría ser Lloret, Platja d’Aro... cualquiera de esos lugares que concentran a personas de procedencias muy diversas, donde se superponen las realidades. Antes de ser lugares turísticos estos sitios ya existían. Por eso encuentras contrastes como grandes centros comerciales o un gran aeropuerto al lado de un pastor con sus ovejas.

–Y de un semioculto polvorín subterráneo de la Guerra Civil...

–Es impresionante. Está cerca de la bahía de Palma. Desde allí se controlaba la entrada de aviones republicanos con antiaéreos. Es como una bajada al infierno, construido como la máxima expresión de la rabia que es la guerra. Los cazadores llevan allí a los perros muertos que ya no les sirven. Un lugar macabro que sintetiza el sentido de la historia, de lo que le pasa al narrador y a la sociedad.

–Al narrador le rodea un elenco de secundarios, entre ellos, una pareja de serbios que tienen un restaurante. El marido ve en las noticias a los catalanes independentistas y les llama escoria porque “gente así hundieron Serbia”.

–Es lo que sitúa la novela en verano de 2019, con los presos políticos esperando la sentencia del ‘procés’. La convivencia de personas muy distintas se manifiesta con puntos de vista ideológicos distintos, que en política pueden parecer líneas rojas y artificiales y que generan conflictos, pero que desde la convivencia cotidiana puede tener una importancia relativa. Para el serbio, un líder independentista es algo nefasto por definición, pero el protagonista, que es su amigo, opina lo contrario.