El actor (Madrid, 1961), uno de los más respetados de su generación, ahora comienza a representar La fiesta del Chivo. La adaptación escénica de la novela de Mario Vargas Llosa, en la que encarna al sanguinario dictador dominicano Rafael Trujillo, está dirigida por Carlos Saura. El intérprete compagina su último desafío sobre las tablas con series de televisión como Desaparecidos.

–Una importante apuesta interpretar al dictador Trujillo ¿Por qué le interesó?

–Cuando leí la novela nunca supuse que la iba a llevar al teatro. Recuerdo cómo se ubicaba mi voz en ese personaje mientras lo leía. A lo mejor había un germen ahí. Y cuando leí la adaptación de Natalio Grueso, aquella voz regresó. Lo hizo de tal manera que empecé a releer la novela y a las diez páginas pensé: no lo necesito, ya lo tengo. De aquella primera lectura recuerdo mi propia sorpresa frente a lo espantosamente natural que percibía a aquel hombre frente al mal. A Trujillo le gustaba muchísimo el boato exterior, incluso a la hora de matar. Cuando uno recurre a la maldad en esa dimensión no recurre a gestos, ni a subrayados o trazos gruesos. Simplemente es capaz de hacer que un individuo o una nación tiemblen con una mirada. A partir de ahí intenté encontrar el personaje.

–¿Qué fue lo más complicado?

–Como siempre, abordarlo todas las noches y mantenernos toda la compañía dentro de esa línea. El propio Vargas Llosa me dijo: “A partir de ahora cuando imagine el personaje de Trujillo te veré a ti”.

–¿Le sirvió de algo haber encarnado antes a Franco?

–Es un trabajo distinto. Son iconografías distintas. Mi generación convivió y se formó en una sociedad que tenía la figura de Franco en fotos y monedas. Estaba por todo sitios y para interpretarlo tenía que apuntar finamente a la composición física, al muñeco. En cambio aquí no porque pocos españoles recuerdan como era Trujillo.

–Huye del calco.

–No quise recurrir a ese bigotillo hitleriano de Trujillo porque me parecía un engorro. Carlos Saura, que es un sabio director, estuvo de acuerdo. ¿Qué necesidad hay de mimetizarlo? Mi misión es que cuando el espectador asuma la convención de que soy Trujillo diga: ¡Qué barbaridad! ¿Cómo es posible que la gente llegue a perder la dignidad de tal manera? ¿Por qué se engendran estos monstruos?

–¿Tiene la respuesta?

–La adaptación cuenta cómo Urania Cabral vuelve tras 32 años de destierro de EEUU a República Dominicana a encontrarse con su padre, Agustín Cabral, que fue presidente del Senado. Viene a ajustar cuentas con él porque la entregó en sacrificio sexual al dictador Trujillo cuando tená 13 años y después de ser violada y a punto de ser asesinada logró huir del país. El espectador tendrá que extraer su reflexión sobre lo ocurrido, porque en vez de la descripción literaria, tendrá un cuadro vivo en la que los personajes se ridiculizan, se humillan y se hacen daño de verdad.

–Cuando hizo El Cerdo cayó en un estado de depresión.

–Aquella obra me sumía en una profunda tristeza. Cada noche me costaba más tiempo y esfuerzo recuperarme. Entonces tenía unos 32 años. Ahora, 60. A esa edad, con ese personaje y esa obra me expuse en terrenos que hoy no hubiera transitado. Ahora, en vez de ir campo a través matando fieras seguramente hubiera cogido la autovía. Obteniendo el mismo resultado. Eso lo aprendí con el paso del tiempo.

–Me alegro.

–Personajes como Trujillo o como el Cerdo ya no me hacen daño. No me dejo. Pero he de reconocer que cuando se cumplió el 25 aniversario del estreno del El Cerdo me propusieron volver a hacerla. Releí la obra, volví a caer en la tristeza y me dije: ¡Pa’ su puta madre! Es que El Cerdo era una función muy especial donde ponía cosas, no de mi vida, sino de mi espíritu. Era muy extremo y día a día me iba matando.

–Cómo ha sido trabajar junto a Saura en La fiesta del Chivo.

–A sus 89 años, tiene una vitalidad increíble y un estado físico envidiable. No es un director de teatro de raza, es un ojo que mira. Y cuando ha mirado en el cine, la pintura y la fotografía ha visto cosas imprescindibles. El teatro para él es otra manera de desarrollar su punto de vista. Saura dirigiéndote una función podría ser tu mejor amigo que viene a ver el ensayo general y te dice la verdad sobre lo que ve. Más allá no es su terreno. Si un actor necesita a alguien que le guíe cual perro lazarillo, Saura no es ese director.

–¿Ha tenido libertad creativa?

–Como somos amigos y colegas y nos conocemos desde hace mucho tiempo, Saura me permitió ser absolutamente sincero con él a la hora de crear el personaje y hacer que la dramaturgia tuviera agilidad. Está alejado de la soberbia y la vanidad, escogía lo bueno y desechaba lo malo. Ha sido fantástico.

–Y muy especial, imagino.

–Es que esta función es como un sexteto de cuerda. Desde que empezamos insistí mucho a la producción pidiéndoles que se olvidaran de experimentos porque trabajamos con un material muy delicado. Necesitábamos cinco actores además de mí que fueran sólidos y de teatro. Gente con un compromiso con la función que íbamos a interpretar. Es un reparto de maravilla. Tal es así que la temporada que viene cuando terminemos con este proyecto con el que llevamos dos años, acometeremos otro título.

–Llevarla de gira por España en era de pandemia no ha sido fácil.

–Estrenamos la obra en octubre de 2019. Hemos trabajado con reducción de aforo del 70% y el 80% porque en cada lugar era diferente. Ha sido una locura. No es la mejor gira de mi vida pero no la olvidaré nunca porque hemos tenido que superar muchas dificultades.

–Por no hablar de la vida casi monacal para evitar contagios.

–Llevo confinado estos dos años. Ahora vengo de 15 días de vacaciones con mi mujer pero hemos estado en casa. Hemos andado por la mañana, ido a comer a algún sitio, pero de contacto social, nada. No puedo porque estás pendiente de hacer cosas y si das un positivo, son 10 días de parón de una producción. Y quizás tú no, pero el tío que hace la carga del camión para ese bolo lo necesita para comer.

–El Estatuto del Artista es una prioridad para este otoño.

–Y se tiene que votar. Hay que llevarlo a la Cámara. Una cosa está clara: somos un país que, de forma radical y continuamente, damos la espalda a la cultura. Deberíamos tener la oportunidad de leer un libro, debatir un ensayo y encontrarnos con el otro en un punto común en una discusión, pero no lo hacemos. Somos el país del no cultural. Y eso implica muchísimo a la actividad artística que es ocasional e intermitente. No somos trabajadores por cuenta ajena ni por cuenta propia. Yo trabajo cuando me llaman. Si tuviéramos un país capaz de soportar la especificidad de todos los sectores y de hacerlos crecer seríamos un país culto.

–¿Alguna idea?

–En su día, dentro de la Constitución, una de las mejores maneras de acabar con la rémora del franquismo y la llamada Transición habría sido una revolución cultural. Y no se quiso hacer. Pero ni al ala izquierda ni a la derecha les interesa la cultura. En eso es lo único en lo que están de acuerdo. Espero que con el Estatuto del Artista por fin podamos saber exactamente a qué nos dedicamos.

–¿Cuál es su previsión?

–Me gusta ser realista: antes del fin de la legislatura lo tendremos. La precariedad laboral en este momento es dramática. Si no se restaura el 100% de los aforos, acometer en teatro nuevas producciones para el 2022 será suicida.

–¿Estamos mejor con Miquel Iceta que con José Manuel Rodríguez Uribes en el Ministerio de Cultura?

–No sé cómo estamos con Iceta. Uribes heredó una situación muy complicada: ser ministro de Cultura cuando el sector quiere a la persona cesada y no a ti. El sector estaba hermanado con Pepe Guirao, que era un gran ministro. ¿Qué hará Iceta? Como es un buen político no creo que sea mal ministro. Pero el Ministerio de Cultura está totalmente descentralizado. Lo único que necesitas es tener suficiente fuerza para que en el consejo de ministros, Hacienda y Economía arreglen la situación a fin de que las autonomías puedan desarrollar la política cultural de sus territorios.

–Veremos.

–¡El covid nos ha dejado cada cuadro! Y de gente muy conocida. Somos demasiados actores para el poco trabajo que hay en España.