Con la muerte de Amancio Landín Carrasco se cierra definitivamente una saga irrepetible de cronistas pontevedreses. El abuelo Andrés comenzó a escribir su leyenda a finales del siglo XIX. Luego siguió su hijo Prudencio, que llenó la primera mitad del siglo XX. Y más tarde continuaron esa labor impagable los nietos, Rafael y Amancio. Sin las magníficas crónicas de unos y otros, cada uno en su estilo y saber, la historia de Pontevedra estaría incompleta.

Yo traté muy tarde a Amancio, hace apenas siete años, gracias a la eficaz mediación de su cuñada, Lali, esposa de Rafael. Entonces aún vivía su inseparable Marujiña (Asunción Jaraiz), pero él ya no salía de casa y no recibía a nadie. Conmigo hizo una excepción; íbamos a charlar un poco sobre su trayectoria vital para FARO y aquel primer encuentro se prolongó durante dos horas y media. Ambos lo pasamos muy bien aquella tarde inolvidable y luego vinieron otras muchas. Ese vínculo tan afectuoso desde el primer momento obedeció a su estrecha y cariñosa relación con mi familia paterna de los López-Eady, tanto en Mollabao durante los primeros años de la Escuela Naval, como luego en Madrid durante mucho tiempo, hasta su merecido retiro.

Desde aquel primer encuentro nuestro, no solo me abrió las puertas de su casa, sino que puso a mi disposición sus libros, sus archivos y sus álbumes de fotos. Además estuvo siempre dispuesto para atender al teléfono cualquier consulta puntual, con Pontevedra al fondo.

Amancio fue un marino atípico sin ninguna tradición familiar, que disfrutó mucho, mucho, con su trabajo de investigación sobre los grandes navegantes. Una persona y un libro cambiaron su vida a mediados de la década de los años 40: la persona fue Julio Guillén, director del Museo Naval, y el libro fue Vida y viajes de Pedro Sarmiento de Gamboa. El primero indujo al segundo, y la obra tuvo un eco grandísimo hasta el punto de convertirlo en miembro de la Real Academia de la Historia y correspondiente de la Real Academia Gallega, pese a que el libro estaba en castellano. A partir de entonces, nunca dejó de escribir, tanto libros como artículos, casi siempre de carácter naval o marinero, hasta llegar a su gran obra en tres volúmenes Descubrimientos españoles en el mar del sur.

Igualmente Amancio se convirtió en toda una autoridad en terminología marinera, que llama la atención en todas sus obras. La etimología fue otra de sus grandes pasiones y nunca olvidó el día que conoció personalmente a don Ramón Menéndez Pidal, a quien explicó con muy buena acogida su tesis sobre el posible origen de la palabra percebe. Otra afición suya fue la pintura; no dibujaba nada mal.

Su carrera profesional le situó a la vera del ministro de Marina, Pedro Nieto Antúnez -"no sé si sabes que le llamaban Pedrolo, no hace falta decir porqué"-, como secretario particular y aquel trabajo tan estresante acabó por pasarle factura y mermar su salud. El ministro tenía una confianza ciega en Amancio y descansaba en él buena parte de su labor. Una plaza de secretario en el Tribunal de Defensa de la Competencia, que consiguió contra pronóstico del propio Pedrolo, fue su tabla de salvación. Entonces Pedrolo no tuvo otro remedio que dejarlo ir y perder a su colaborador más eficaz.

Durante toda su vida, Amancio ejerció cuanto pudo como gran bromista; naturalmente eran bromas blancas, nunca pesadas. Sus compañeros más cercanos no se libraron de sus chanzas bien articuladas. Tanto se contaron y se celebraron aquellas divertidas jugarretas entre amigos y conocidos, que Amancio terminó por escribirlas no hace muchos años para que no se tergiversaran en su transmisión del boca a boca.

José Luís Azacárraga Bustamente, autor de la novela que inspiró la película Botón de ancla, fue un gran amigo y compañero suyo, quien propició su llegada a la Escuela Naval tras un trueque de destinos a finales de los años 40.

Hasta hace un año y medio, aproximadamente, Amancio gozó de una memoria verdaderamente prodigiosa. Todo lo que recordaba, lo contaba con una precisión admirable; siempre daba el nombre y los dos apellidos de las personas de las que hablaba, por difíciles que fueran. Era detallista en sus relatos hasta decir basta. De modo que para mí fue como un pozo sin fondo de anecdotario y sabiduría sobre personas y cosas de Pontevedra de aquella, como diría su hermano Rafael.

A Amancio le sorprendía mucho, a su vez, la documentación que yo aportaba en mis crónicas. Tanto le gustó el primer libro Pontevedra, de vuelta y media, que me sentí en la obligación de dedicarle el segundo, Esencias de Pontevedra, para mostrarle mi agradecimiento eterno por su ayuda inconmensurable. Como siempre hacía cada vez que leía algo mío, enseguida me llamó por teléfono para felicitarme cariñosamente a finales del pasado año, cuando acababa de cumplir 99 años.

"Ya sabes que ahora no puedo leer muy bien, pero me ayudé con la lupa", me dijo con su jovialidad característica.

La última vez que pasé largo rato en su casa de la calle San Pedro Alcántara -nombre propuesto por él mismo durante su breve estancia como concejal del Ayuntamiento a principios de los años 50- me rogó encarecidamente que dedicara una de mis crónicas a Julio Veiga Alonso, el porriñés que localizó los restos de Puerto del Hambre; una verdadera epopeya marinera. Amancio jugó un papel destacado en ese magnífico descubrimiento que me narró con pelos y señales. Esta deuda pendiente saldaré en cuanto pueda.

Amancio Landín Carrasco ya descansa en paz con su Marujiña del alma, al fin. Quizá ahora recobre todo su sentido ese homenaje que preparaba el Gremio de Mareantes junto al Monumento a los Navegantes, en Las Palmeras, y que permita la plena recuperación del conjunto escultórico diseñado por él mismo hace más de medio siglo para perpetuar la gloria de aquellos históricos marinos.