Existen las oleadas de obispos, y más que en cualquier otra profesión, ya que las mitras las coloca, en última instancia, una sola persona: el Papa de Roma, al que todo obispo queda ligado por estricta obediencia. Desde hace unos cincuenta años a esta parte, España ha conocido dos grandes oleadas de obispos, marcadas por sendos pontífices de singular peso en la Iglesia contemporánea: Pablo VI y Juan Pablo II. La tercera, que supuestamente durará lo que el Papa Francisco permanezca en la silla de Pedro, parece apuntar a notas diferentes de las dos anteriores.

El arzobispo de Oviedo, Jesús Sanz Montes, que acaba de cumplir diez años bajo la mitra (de 2003 a 2010 en Huesca y Jaca, y hasta el presente en Asturias), se enclava precisamente en la segunda oleada, cuya característica fundamental ha consistido en que le Santa Sede hacía prevalecer el valor de la ortodoxia y la fidelidad a Roma sobre otras cualificaciones.

Entiéndase bien: Roma nunca ha nombrado, a priori, obispos heterodoxos o poco fieles a la Iglesia. Sin embargo, sí había optado tiempo atrás por mitrados que se significaran por su ruptura con la España del "nacionalcatolicimo" y por su adhesión al Concilio Vaticano II, lo que significaba emprender pasos de renovación eclesial y, a veces, de riesgo pastoral.

Tal fue el contenido de la primera oleada española de obispos bajo Pablo VI, Papa de 1963 a 1978, y Luigi Dadaglio, nuncio en Madrid de 1967 a 1980. Vicente Enrique y Tarancón o Gabino Díaz Merchán fueron claros exponentes de aquella tendencia.

Pero en 1978 se iniciaría la etapa de restauración de la Iglesia encabezada por Juan Pablo II, con un fuerte revisionismo del Vaticano II, cuyos efectos fueron considerados negativos para la evolución de la Iglesia. Durante una década que se inicia en 1985, la nueva oleada de nombramientos episcopales pivotará sobre dos eclesiásticos: Ángel Suquía, arzobispo de Madrid, y Mario Tagliaferri, nuncio de la Santa Sede en España.

Los diez años de ambos en sus respectivos cargos significarán un giro apreciable en las características de los obispos españoles, y más tarde, con la llegada de Rouco Varela a Madrid y su inclusión como cardenal en la vaticana Congregación de los Obispos -la que propone los nombramientos al Papa-, se fijará hasta el presente la imagen de unos obispos que, ante todo, serán de doctrina recta y poco dados a las aventuras pastorales. Los años del pontificado de Benedicto XVI(2005-2013) han supuesto la permanencia de dichas constantes.

En ese marco, Jesús Sanz Montes apareció hace una década como un mirlo blanco sobre la mesa de los posibles nombramientos. Era madrileño, pero en 1975, en lugar del Seminario de Madrid (que algunos consideraban descarriado), había elegido para su formación sacerdotal el Seminario de Toledo, auténtica fábrica de obispos como en el pasado lo había sido la Universidad de Comillas (Cantabria), de los Jesuitas.

También era franciscano, pero en su biografía no había rastro de veleidades apostólicas atribuidas a los religiosos, sino de preparación intelectual en Espiritualidad (Roma), además de haber desempeñado labores de gobierno y formación en su orden. Además formaba parte de la Conferencias Episcopal como director de Comisión para la Vida Consagrada, y desde 1997 era profesor de la Facultad de "San Dámaso" de Madrid, la creación de Rouco para contrarrestar posibles efectos perniciosos de la Universidad de Comillas, ya en Madrid, de la Compañía de Jesús.

La tercera oleada que apunta el Papa Francisco se diseña sobre unos obispos que de modo esencial sean pastores y que "huelan a oveja". Bergoglio también ha marcado las líneas maestras de la pastoral del catolicismo: su clero y mitrados no han de insistir en la repetición de la doctrina y del magisterio eclesial, sino en "curar heridas" porque la Iglesia es hoy "un hospital de campaña". Y a los obispos en particular el Papa Francisco les ha leído otros puntos: que no aspiren al carrerismo, sino que se sientan casados con sus diócesis; o que no actúen como príncipes, sino como personas cercanas; y que no huelan a aeropuerto, o queroseno, sino que pateen sus iglesias incesantemente.