María Costa está sentada a los pies de una montaña de redes del cerco, en el muelle cambadés de Tragove. Es mediodía y hace calor. Con una pierna estira uno de los "paños" que está atando. "Traía una avería muy grande", explica, y añade que primero tuvo que "desaliñoar" los remiendos hechos por los propios pescadores para salir del paso en el mar y poder seguir pescando. Ella es una de las últimas atadoras de Cambados, un oficio imprescindible en los puertos, pero amenazado por la falta de relevo generacional o la competencia desleal que les hacen algunos marineros jubilados.

Cambados es el último puerto de la ría de Arousa donde quedan rederas. Hoy trabajan una quincena, y la mayoría pasan de los 45 años. No es un oficio atractivo para los jóvenes, y de hecho María Costa cuenta que hace cuatro años que no tienen aprendices. "Eran dos chicas, y vinieron un poco de broma", recuerda.

Una de las razones de que los jóvenes rehuyan de este trabajo es que el periodo de aprendizaje no es remunerado. Las atadoras son autónomas, y cobran por hora trabajada para los armadores. Esto significa que si cogen un aprendiz para enseñarles el trabajo y quieren pagarle algo, tendrían que sacarlo de sus ingresos, algo que consideran inviable. "Cobramos seis euros la hora, y de esos seis euros tenemos que sacar para el seguro, para la retención trimestral de Hacienda, que es del 20 por ciento, y para comer", explica Guadalupe Bugallo, que trabaja en el barrio de Os Caeiros.

Su compañera, Josefa Abal, añade que "el problema es que hay días que puedes echar 12 horas y ganas algo de dinero, pero otro día solo trabajas cuatro, y al siguiente a lo peor no trabajas nada". Dependen de los desperfectos que los armadores sufran en sus redes de pesca, así que para ellas hacer una previsión de ingresos u organizar un horario sea una quimera. "Nosotras empezamos a trabajar a las nueve de la mañana -afirma Josefa Abalpero no sabemos a la hora que saldremos. Nunca podemos hacer planes de un día para otro".

Por ello, creen que la mejor alternativa para hacer más atractivo el trabajo para las jóvenes sería crear un ciclo formativo específico. "Si pudiesen formarse en un instituto, como un electricista o un cantero, al salir ya tendrían unas nociones del oficio y podrían empezar a ganar algo de dinero", cree María Costa. Eso sí, avisan de que para atar bien hay que dedicarle muchas horas y paciencia. "En aprender a hacer unas cosas sencillas echas un año o año y algo -dice Josefa Abal-Pero para defenderte bien necesitas cinco años".

Y aún hay otras mujeres que juegan en otra liga. Son las llamadas "jefas", que son las encargadas de montar los aparejos. "Para llegar a eso tienes que echar muchos años. No meses, años", sentencia Costa.

Otro aspecto que preocupa mucho a las atadoras es la competencia desleal que, según ellas, les hacen algunos marineros jubilados y a la que se prestan ciertos armadores. Guadalupe Bugallo confiesa que "a mí no me parece mal que un jubilado le trabaje a un hijo, pero sí que trabaje para otros barcos, porque nos están quitando el pan a nosotras".

Dos aspectos que amenazan a un oficio artesanal en retroceso -como, por ejemplo, el de 'carpinteiro de ribeira'-, pero que se antoja vital en los puertos. María Costa no tiene duda de que mientras queden barcos necesitarán atadoras. "No hay máquinas que puedan hacer este trabajo, ni las habrá. Porque todas las reparaciones son diferentes". En Os Caeiros, Guadalupe Bugallo añade que "cada avería es distinta", y hace una analogía con el mundo de la costura. "Las máquinas te cortan las telas, pero la ropa la hace la modista".

La herencia del mar

Todas ellas llevan el mar en la sangre. Guadalupe Bugallo es hija de Ángela Abal Domínguez, que en 1969 ganó un premio a la mejor redera de España. Josefa Abal es hermana de ésta última. Y María Costa es hija de un armador de pesca.

Ella fue la que más tarde llegó a los muelles. "Estaba estudiando y lo dejé. Me vine a aprender a atar a los 17 años, pero lo dejé y volví a estudiar. Esto a mí no me gustaba, pero mi padre tenía un barco, y un día tuvo una avería muy gorda, y mi tía, que era atadora, me llamó para que le echase una mano. Así que me quedé de rebote".

Hoy, con 55 años, no se arrepiente en absoluto de aquella decisión tomada con veinte y pocos años. Le gusta su trabajo y no le parece que esté infravalorado. Pero sus compañeras en la asociación Maruxía sí creen que el oficio no está todo lo valorado que debería. Josefa Abal argumenta que "un armador puede gastarse miles de euros en unos aparatos de a bordo, pero a las atadoras siempre nos está llorando". Su sobrina añade: "Durante mucho tiempo se pescó sin aparatos y a remos. Pero redes hicieron falta siempre".

También se consideran discriminadas con respecto a las mariscadoras de a pie, pues aunque ambos trabajos están relacionados directamente con el mar, las retenciones fiscales trimestrales de las rederas son mucho mayores.

Los armadores las necesitan, y los turistas quedan fascinados con su imagen en el muelle de Tragove, sentadas junto a enormes aparejos, cubriéndose del sol con grandes sombreros o sombrillas de playa. Son también las transmisoras de una cultura que, si finalmente desaparecen, quedará huérfana de un vocabulario y de unas habilidades que durante siglos las madres cambadesas enseñaron a sus hijas, y éstas a las suyas.

Con una media de edad de las actuales 'redeiras' que se sitúa entre los 45 y los 50 años, si no hay relevo generacional, un Cambados sin atadoras ya no es un futuro impensable ni lejano.