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Crescencio González, la excelencia médica

Pontevedrés de adopción, eminente tisiólogo y reconocido cardiólogo, fue el doctor más prestigioso de su tiempo

Crescencio González García dejó un recuerdo imperecedero en Pontevedra. | // RAFA VÁZQUEZ

Crescencio González García contribuyó a fundar y luego presidió en su tiempo las principales entidades médicas: el Colegio Médico Provincial, la Academia Médico-Quirúrgica y el Igualatorio Médico Colegial (Imecosa). Esa representatividad más que notable refleja muy bien, tanto el prestigio como la autoridad y el liderazgo que alcanzó entre la llamada clase médica pontevedresa.

Cuando un colega sufría alguna enfermedad o dolencia especial de origen incierto, enseguida solicitaba al respecto su mejor criterio; otra muestra inequívoca de su gran ascendencia profesional. Por esa razón también pasó a ser “el médico de los médicos”

El joven Crescencio se crio en Pontevedra con un tío suyo, Cesáreo González, alto funcionario de la Delegación de Hacienda. Primero en el Instituto Nacional de Segunda Enseñanza, y después en la Facultad de Medicina de Santiago, completó un brillante expediente que coronó con el premio extraordinario de licenciatura en 1930.

Enseguida ganó una oposición convocada por la Diputación como médico auxiliar gratuito del Hospital, y Celestino Poza Pastrana ocupó la otra plaza. El primero se integró en la sala de Medicina y el segundo en Cirugía. Un tribunal formado por reconocidos profesionales y presidido por el doctor Amancio Caamaño, entonces al frente del organismo rector, avaló a ambos candidatos.

Por razones no especificadas, en 1933 obtuvo una excedencia ilimitada con derecho a reintegrarse en su plaza cuando existiera una vacante. Al aceptar su solicitud, la corporación provincial hizo constar su sentimiento por la ausencia de “tan celoso facultativo”.

Crescencio González marchó a Madrid con su esposa, Mª Antonia García, y amplió su formación bajo la tutela de los doctores Gregorio Marañón, Carlos Jiménez Díaz y Manuel Tapia, nombres bien conocidos los dos primeros y excelente bronco neumólogo el último. Los tres influyeron mucho sobre Crescencio como médico humanista, eminente tisiólogo y reconocido cardiólogo.

A principios de la Guerra Civil, abrió su primera consulta en el número 3 de la calle Real y se anunció así en FARO: “Médico internista. Pulmón. Corazón. Horario de diez a una por la mañana, y de tres a cinco por la tarde”. A finales de 1940 se trasladó al número 8 de García Camba y ya dispuso de Rayos X, al que tres años después sumó un electrocardiógrafo, toda una modernidad. Allí hecho raíces y nunca volvió a cambiar de lugar.

Las delegaciones comarcales de los colegios de Vigo y Pontevedra se unificaron en el Colegio Médico Provincial a mediados de los años 40 y Crescencio ocupó la presidencia desde febrero de 1946, cargo que ostentó durante casi dos décadas sin que nadie cuestionara su ascendencia moral.

El gran hito en su historia colegial llegó en 1960 con la inauguración de una sede propia en la calle Echegaray, un deseo largamente acariciado durante una década tras muchos años de alquiler en el número 13 de la Oliva.

El acto oficial se hizo coincidir con la festividad de San Cosme y San Damián, patronos de su hermandad, y alcanzó una gran relevancia. No faltó el presidente del Consejo General de Colegios Médicos y el rector de la Universidad de Santiago, al frente de un buen número de autoridades e invitados.

El nuevo edificio compuesto de sótano, bajo, dos plantas y ático, se construyó junto al solar que cuatro años después ocupó el Ambulatorio del Seguro de Enfermedad. El Colegio Médico Provincial compartió sus amplias y modernas instalaciones en buena armonía con la Academia Médico Quirúrgica, Imecosa y el Colegio de Odontólogos.

Crescencio compaginó en buena armonía la medicina pública y privada, al igual que la mayoría de la clase médica. A principios de 1951 formalizó su reincorporación al Hospital Provincial como jefe clínico de la Sala de Medicina en una plaza vacante con una dotación anual de 11.000 pesetas. No obstante, tuvo que pleitear frente a la Diputación para conseguir tal reconocimiento por parte del Tribunal Provincial de lo Contencioso Administrativo.

Firme partidario del compromiso hipocrático clásico y de la estrecha relación personal médico-enfermo, Crescencio González adquirió un notable renombre por su competencia profesional y su calidad humana. Además, fue un gentleman en su significado más genuino por su elegancia natural.

Especialmente sonada por la relevancia del enfermo resultó en su momento la sorprendente recuperación de don Leandro del Río, párroco de Lérez. Muy preocupado por su estado de salud, Manuel González de la Ballina, requirió el concurso de los colegas más prestigiosos de la ciudad y Crescencio no mostró la menor duda sobre la neumonía galopante que amenazaba la vida del paciente. De modo que planteó la necesidad de tratarlo con sulfamida, una medicina nada fácil de conseguir entonces. Por esa razón, encargaron la gestión al farmacéutico Avelino Montenegro, “la garantía del médico y del enfermo”.

Dicho y hecho, suministrada por primera vez en Pontevedra la sulfamida para atajar una neumonía, el cura experimentó al día siguiente una gran mejoría para sorpresa del propio Crescencio, y enseguida continuó con su labor pastoral.

Cuasi milagrosa resultó igualmente su intervención en la recuperación de una joven ingresada en el Hospital Provincial con un cuadro neurológico de parálisis total. Tras muchas visitas sin discernir la causa de su mal, un día Crescencio pidió a su equipo médico que permaneciera fuera y entró en la habitación solo acompañado de una monja. Al cabo de poco tiempo, la enferma salió por su propio pie con total normalidad, acompañada por el doctor y la monja en una sorprendente recuperación.

Con la ayuda de un simple fonendoscopio, era capaz de emitir el diagnóstico más certero; su olfato clínico difícilmente erraba. El juicio de Crescencio iba a misa.

Todavía muy presente en la memoria colectiva pontevedresa, resulta prácticamente imposible recoger hoy entre pacientes y colegas un mal recuerdo sobre aquel médico inolvidable que irradiaba confianza y señorío.

La Academia Médico-Quirúrgica

Los asuntos sanitarios estaban excluidos por imposición propia de la tertulia diaria en el bar Savoy que mantenían diariamente en la década de los años 50 los médicos más reputados de esta ciudad, a primera hora de la tarde. El servicial Paquito servía los cafés con mimo a Crescencio González, Miguel Domínguez, Juan José Barbolla, Eladio Vidal, Juan Marín Martín y alguno más; una clientela de postín muy admirada por aquel inefable camarero. Esa desconexión compartida de su vorágine profesional no fue óbice para que allí surgiera la idea de crear una Academia Médico-Quirúrgica. Su fundación cristalizó el 12 de octubre de 1956, una fecha muy celebrada en aquel tiempo por el estamento oficial, y cinco meses después inició su actividad la nueva institución pontevedresa, el domingo 10 de febrero de 1957. La celebración inaugural tuvo lugar en el Paraninfo del Instituto que dirigía el profesor Filgueira Valverde, entonces el lugar de acogida con mayor notoriedad para cualquier evento importante, y tuvo una notable repercusión social, más allá del ámbito estrictamente sanitario. Crescencio González ocupó la presidencia de la Academia Médico-Quirúrgica, porque además de impulsor del proyecto, estaba al frente del Colegio Médico Provincial, que ejerció sobre aquella un cierto tutelaje. Una motivación profesional, científica y formativa, constituyó el leitmotiv de la entidad naciente, y esa idea principal recalcó Crescencio González en aquella señalada ocasión ante autoridades e invitados. Tal cometido desarrolló luego, año tras año, con una acogida extraordinaria, que contribuyó mucho a estrechar las relaciones personales entre una clase médica irrepetible.

La revolución asistencial de Imecosa

A mediados de los años 50, la puesta en marcha del Igualatorio Médico Colegial en Pontevedra, supuso una auténtica revolución en el ámbito de la atención sanitaria. En cierta manera, tomó el relevo al sistema de “la iguala”, ciertamente más implantado en los pueblos que en las ciudades. De ahí el nombre de Imecosa, su acrónimo natural que pronto adquirió carta de naturaleza. Un grupo notable de médicos pontevedreses tomaron como referencia para fundar Imecosa el modelo desarrollado en Vizcaya por la Asociación del Igualatorio Quirúrgico y de Especialidades. Creada en 1934, aquella entidad asistencial plantó cara a las aseguradoras y desarrolló por su cuenta y riesgo el primer sistema sanitario de ámbito privado en España. Crescencio González se mostró muy activo en la articulación profesional de una iniciativa nada sencilla. Por esa razón también asumió la presidencia de Imecosa desde que comenzó su espinosa andadura. Imecosa ofrecía a familias y colectivos el mejor cuadro médico posible a un precio más que razonable, con libertad de elección sin las restricciones fijadas por las compañías sanitarias. Igualmente, la entidad estableció unos honorarios equitativos y decorosos para todos los médicos, frente a los tejemanejes económicos de las aseguradoras que primaban a unos y exprimían a otros, según sus distintas circunstancias. En definitiva, los pacientes estaban mejor atendidos y los médicos estaban mejor pagados con Imecosa. Crescencio González reconoció que toparon con muchos intereses creados, pero con su elegancia característica explicó que superaron todos los obstáculos por “la responsabilidad” y “la comprensión” del colectivo médico. Ni una queja, ni un reproche.

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