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Los paseos de moda: del Chocolate a la Oliva

La juventud pontevedresa peló la pava y campó a sus anchas por ambas calles entre los años 40 y 60 (Y 2)

La Oliva antes de acoger el paseo, con doble dirección del tráfico, cuando empezó a convertirse en la principal calle comercial. | // FDV

Acción de ir alguien con pompa o acompañamiento por determinada calle o carretera. Así reza una definición de paseo en el diccionario de la lengua de la Real Academia Española, que encaja como anillo al dedo para enmarcar nuestros cuatro paseos por antonomasia, a saber: la Alameda, los Soportales, la calle del Chocolate y la Oliva. La semana anterior contamos el devenir de los dos primeros y ahora vamos con los otros dos para cerrar sus recorridos.

Los paseos de moda: del Chocolate a la Oliva

Rafael Landín Carrasco, un cronista de esta ciudad muy corrosivo, aunque dentro de un orden, caricaturizó una singular estampa añeja según la cual todos los pontevedreses de aquella -como él se refería a un pasado intemporal- cabían en los Soportales. Naturalmente, tal afirmación resultaba inverosímil, pero tenía mucha gracia y reflejaba su gran animación.

Cuando los pontevedreses empezaron a sentirse demasiado constreñidos e incómodos por los atascos circulatorios que provocaban sus frecuentes paradas ante carteleras de los cines, el paseo de los Soportales encontró una prolongación natural en la calle del Chocolate. Nunca fueron excluyentes, sino complementarios y también coetáneos.

Bien sabido resulta que la calle del Chocolate, desde la bajada de la plaza de la Peregrina hasta la travesía de la calle Aduana, debía su nombre popular al color oscuro de su viejo adoquinado. Su denominación oficial era paseo de las Camelias, en referencia explícita a los árboles existentes a ambos lados, hasta que en 1988 pasaba a llevar el nombre propio de Antonio Odriozola, el gran bibliógrafo y señor de la camelia por excelencia.

Posteriormente, el paseo del Chocolate continuó su marcha hacia la calle de la Oliva por tratarse de un lugar mejor urbanizado, más iluminado y bien resguardado, aunque con el problema del tráfico en ambas direcciones todavía sin resolver. Allí empezó la pugna entre el peatón y el coche por conseguir un espacio propio, que se prolongó hasta nuestros días, como quien dice.

“¡Calle! Da la hora en la Peregrina / Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis…¡las siete! / La masa que sale de ver las películas / encuentra la otra y la Oliva crece. / Invierno y verano al llegar su hora / siempre está la rúa así de imponente. / ¡Cuidado que hay gente pisando la Oliva! / ¡Y hay quien asegura que falta el aceite!”.

Esta poesía simplona de Rey Seoane a mediados de 1945 corresponde a una serie publicada en el semanario local Ciudad sobre estampas pontevedresas, y refleja la popularidad ya alcanzada entonces por el paseo de la Oliva, que no dejó de crecer en las dos décadas siguientes.

La referida publicación también recogió en diversas ocasiones, bien en comentarios editoriales o bien en cartas de los lectores, las gamberradas de los chiquillos metiéndose con las chicas, tirando petardos y “corriendo desaforados a la hora del paseo como si estuvieran en un descampado”.

Entre los años 40 y 60, principalmente los adolescentes tomaron aquella calle como propia las tardes de los fines de semana, de siete a diez -era la época de “a las diez en casa”- para pelar la pava; una versión del ligue bastante más candorosa que cualquier otra técnica actual.

Las pandillas del verano se diluían en invierno para el paseo de la Oliva, de dos en dos o de tres a lo sumo, con la pretensión de facilitar mejor el entronque y acompañamiento, si cuajaba el inocente tonteo. Vuelta va, vuelta viene, chicos y chicas intercambiaban miraditas, se lanzaban sonrisas y cruzaban gestos más o menos significativos. El amigo lanzado o la amiga espabilada cumplían sus roles para formar parejas o intentarlo al menos.

Allí surgieron muchos primeros amores, que el paso del tiempo y la marcha a la Universidad se encargaron de marchitar. Pero también se forjaron noviazgos duraderos que cuajaron en unos cuantos matrimonios de pontevedreses que hoy son abuelos y viven para contarlo a sus hijos y nietos.

Sin duda, aquella fue otra época bien distinta, donde no había muchas oportunidades de relacionarse, ni lugares a donde ir y en donde coincidir. “Los chicos con las chicas tienen que estar…” cantaron entonces Los Bravos, el mejor grupo del pop español en aquel tiempo, con película incluida del mismo título.

Espontáneamente, el paseo se organizó en un doble carril de ida y vuelta, pero sin condicionantes ni restricciones de ningún tipo. Eso dio origen a una anécdota muy celebrada entre jefes y oficiales de la Escuela Naval.

El director de la ENM, Alejandro Molíns, contó que cuando un repostero suyo que era bastante apocado y nunca había visto mundo tuvo que ir a Madrid, a su regreso le preguntó qué impresión había tenido al encontrarse allí. Y el asistente respondió con convicción: “La Puerta del Sol está muy bien y la Gran Vía es muy grande…. Pero el paseo está mejor organizado en Pontevedra”.

La Oliva ejercía a diario como principal arteria comercial: de la pastelería Los Castellanos a la librería Luís Martínez; de la joyería Besada a la mercería Luisa Torres; de la droguería Godoy a la zapatería La Madrileña; Antúnez, Viñas, Godoy, Moldes y algunos otros nombres entrañables que siguen frescos en la memoria colectiva. Un garbeo muy agradable, en suma.

Durante los años 40, había pocos coches en Pontevedra; de modo que aquel paseo tomó la Oliva sin ninguna dificultad, al tratarse del fin de semana sin apenas tráfico y en horario semi nocturno. El problema surgió desde mediados de los años 50, cuando se planteó la disyuntiva de elegir entre coches o peatones, puesto que su conciliación empezó a verse imposible.

Las Galerías Oliva resultaron todo un acontecimiento, tanto comercial como social, al tiempo que reforzaron aquel paseo callejero. A partir de entonces, el paseo a cubierto en los lluviosos y fríos inviernos se repartió entre los Soportales y las Galerías, que hoy languidecen irremediablemente.

A finales de la década de los años 60, la apertura a la juventud de la Boite del Hotel Universo inició la disolución del paseo de la Oliva, enseguida acentuada por la discoteca Daniel Boom, la Taberna del Irlandés, el mesón Los Robles y otros nuevos divertimentos. Esa ya es otra historia bien distinta.

El traspaso del Mopu que allanó el camino

Cuando el paseo de la Oliva adquirió carta de naturaleza, el Ayuntamiento se encontró de alguna manera con las manos atadas para deshacer un nudo gordiano: por un lado, no podía prohibir el tráfico, porque la calle de la Oliva era legalmente una carretera comarcal dependiente del Ministerio de Obras Públicas; por otro lado, no podía suprimir el paseo, ante el temor de soliviantar a la juventud y organizar un conflicto de orden público. Lejos de ser una ventaja, esa dependencia ministerial constituía un engorro de padre y señor mío. Cualquier reparación por pequeña que fuera, o cualquier obra de urbanización, alumbrado, canalización, etcétera, exigía una larga tramitación ante ambas administraciones que, por otra parte, no siempre estaban de acuerdo a la hora de asumir el coste correspondiente. Para ponerse en situación hay que recordar igualmente que las aceras de la Oliva no tenían más de un metro de anchura, y que la calzada soportaba una doble dirección del tráfico entre sus dos tramos, desde la plaza de la Peregrina hasta la plaza de San José, con la desembocadura de García Camba en medio, a la altura de Correos. Encima, no se prohibió el aparcamiento de vehículos y quedó establecido de forma alterna, a derecha e izquierda los días pares e impares. Esa situación tan anacrónica se acentuó desde mediados de los años 50, cuando la calle adquirió un notable desarrollo comercial y presentó una imagen netamente urbana. Los alcaldes Argenti Navajas y Landín Carrasco, con sus respectivas corporaciones, dejaron correr el tiempo; ese paso del tiempo que casi todo lo arregla, o no, según el circunloquio favorito de Mariano Rajoy. Y el final de aquel lío morrocotudo solo empezó a vislumbrarse cuando el Mopu formalizó el traspaso de la Oliva al Ayuntamiento, después de una acertada y rápida gestión de Peláez Casalderrey como regidor en funciones. Nada más tomar posesión de la alcaldía, Filgueira Valverde se encontró con la Oliva como regalo de Reyes al Concello. El 8 de enero de 1960 firmó el acta de recepción de la calle, con una longitud de 177 metros, una calzada entre cuatro y cinco metros y unas aceras de un metro de ancho cada una, según la descripción oficial. El Ayuntamiento aceptó el cambio de titularidad “libre de cargas, con la obligación de reparar y conservar dicho tramo sin disminuir sus anchos actuales”. Lo primero que hizo el alcalde Filgueira Valverde fue interrumpir el tráfico en el tramo comprendido desde García Camba hasta la plaza de la Peregrina, entre las siete y media de la tarde y las diez y media de la noche. Y el otro tramo de la calle quedó abierto a la circulación de vehículos, con doble dirección entre García Camba y la plaza de San José. Al año siguiente, el Ayuntamiento acometió una renovación del pavimento de las aceras, que arrastraban un estado lamentable. Y el paseo de la Oliva quizá vivió su mejor época, aunque todas o casi todas dejaron muy buen recuerdo entre los adolescentes de las generaciones usufructuarias.

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