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De vuelta y media

El colegio Ibérico

Instalado en la calle Alhóndiga en 1891, el centro con internado abogó por una enseñanza laica y un equilibro entre el ejercicio intelectual y corporal

A caballo de los siglos XIX y XX, esta ciudad dispuso de una amplia oferta educativa, con un desequilibrio favorable a los centros religiosos y conservadores, y contrario a los colegios laicos y renovadores. Entre los primeros, el Colegio San Luís de Gonzaga, de Félix Martínez G Regueral; el Colegio Balmes, de Gerardo Santo, o Colegio Católico, de Secundino Vilanova. Y entre los segundos, la Escuela Moderna, de Joaquín Poza, y el Colegio Ibérico, de Enrique Zaratiegui, casi en solitario.

Particularmente entre 1909 y 1910 surgió en España un movimiento fortísimo en favor de la enseñanza netamente católica. Pontevedra no fue una excepción y el Campo de la Feria de Caldas de Reis acogió una concentración multitudinaria de 5.000 personas contrarias a las escuelas laicas, que alentaron los curas párrocos con mayor predicamento entre sus feligresías.

Por esa razón tuvo más mérito la apuesta progresista de Enrique Zaratiegui Molano y su Colegio Ibérico en esta ciudad, que se abrió paso en ese ambiente desfavorable. Como discípulo predilecto de Manuel de la Revilla, el krausismo y la Institución Libre de Enseñanza calaron hondo en su juventud, cuando estudió Filosofía y Letras en Madrid, y abrazó con entusiasmo esa línea pedagógica que luego nunca abandonó.

El Colegio Ibérico comenzó su actividad en el curso 1891-92 con la trayectoria de Zaratiegui como aval único de su tarjeta de presentación, en el número 7 de la calle Alhóndiga, detrás del Ayuntamiento. A falta de otras cartas credenciales, presentó públicamente un reglamento de funcionamiento del centro para sentar sus principios básicos y no engañar a nadie.

Su línea educativa abogó por “el necesario paralelismo entre el desarrollo físico y psíquico, merced a un plan especial en cuya virtud, el ejercicio intelectual y el corporal alternen dentro y fuera del colegio en la debida proporción”.

Aquel reglamento garantizó “una disciplina académica proporcionada”, con arreglo a la falta cometida, así como una información quincenal a padres o tutores sobre la actitud y el comportamiento de cada alumno. Igualmente fijó la celebración de exámenes trimestrales para evaluar los conocimientos adquiridos, con presencia de los padres interesados. La suma de diez “insuficiente” en su aplicación o seis “reprensible” en su comportamiento, suponían la expulsión del alumno en cuestión. Permisividad, la justa.

El Colegio Ibérico se presentó desde el primer momento como complemento o refuerzo a la enseñanza del Instituto de Pontevedra, que era el único centro homologado en toda la provincia para expedir cualquier titulación académica. 

“Los alumnos de 2ª Enseñanza de este establecimiento -recalcaba su publicidad- disfrutan todas las ventajas de la enseñanza oficial y de la privada, sin ninguno de sus inconvenientes”.

A los estudiantes internos, a 60 pesetas mensuales, garantizó una atención continuada y especial por parte de la dirección. Y ofreció en sus comienzos incluso clases para preparar una sola asignatura, a 10 pesetas mensuales, y 5 pesetas a partir de la segunda materia deseada.

El Colegio Ibérico fue uno de los primeros centros -sino el primero en Pontevedra- que divulgó a bombo y platillo en la prensa local los excelentes resultados de sus alumnos, con nombres y apellidos, al revalidar sus conocimientos en los exámenes del Instituto. Las notas obtenidas en el curso 1896-97, por ejemplo, no pudieron ser mejores, porque a los 21 sobresalientes, 22 notables, 12 buenos y 10 aprobados, no sumaron ni un solo suspenso.

Entre los alumnos más brillantes de aquel curso destacaron Saulo Quereizaeta con tres sobresalientes en Latín, Geografía y Religión; Vicente Riestra otros tres en Geometría, Retórica y Religión; Eulogio Fonseca, dos, en Agricultura e Historia Universal; y José Olmedo y Luís Sobrino, con un sobresaliente cada uno en Geometría y Agricultura, respectivamente.

A lo largo de su trayectoria, el Colegio Ibérico contó con un reducido, pero excelente plantel docente, que en la mayoría de los casos también impartió clases en la Sociedad Económica de Amigos del País, incluido el propio Zaratiegui, muy comprometido con dicha institución por su impagable labor social entre trabajadores y jóvenes sin recursos económicos.

Notable repercusión alcanzó la incorporación como docente de José Pérez Soto, maestro superior, tras su regreso a Pontevedra en 1900 después de dirigir La Ilustración Pública en Madrid, una revista muy prestigiosa. Soto se encargó de la 1ª Enseñanza; pero su destacada trayectoria se truncó fatalmente cuatro años después, cuando solo contaba 28 años. Su muerte repentina causó una gran conmoción en el Colegio Ibérico.

Poco después entró Francisco Lledó, otro renombrado maestro superior, que encabezó con Enrique Zaratiegui y su hijo Julio, el trío de referencia en sus anuncios publicitarios. Entonces el centro comenzó a impartir clases de Idiomas y Contabilidad, además de la 1ª Enseñanza, materias que mantuvo hasta su cierre inexorable. Seguramente Adolfo Vázquez Vidal resultó la última incorporación destacada a su cuadro docente para impartir clases de Dibujo.

Por su parte, Zaratiegui ejerció igualmente como profesor ayudante en la Sección de Letras del Instituto, y coincidió con catedráticos tan reputados como Ernesto Caballero, Antonio Crespí, Secundino Vilanova o Daniel Fraga Aguiar. Allí estaba todavía cuando Alfonso Castelao ofreció sus primeras lecciones de Dibujo a los chavales.

De su sede inicial en Alhóndiga, el Colegio Ibérico pasó enseguida al número 28 de la calle del Puente, una casona que hacía esquina con la calle Real, en donde tampoco permaneció mucho tiempo.

Posteriormente, el centro saltó al principio de la calle Sierra (luego César Boente), esquina con Sarmiento, frente a la Casa del Arco. Y encontró su acomodo definitivo en el número 2 de la calle Santa María desde 1907. Allí impartió 1ª Enseñanza, Idiomas y Contabilidad, su última oferta educativa como “garantía para el buen éxito en los estudios a todo el que a dicho colegio vaya en busca de una carrera”.

Enrique Zaratiegui, entre la República y el saber

Tras implicarse abiertamente durante su juventud madrileña en pro de una enseñanza libre y renovadora, Zaratiegui llegó a Pontevedra de forma accidental para ocupar la plaza de archivero de la Delegación de Hacienda, que obtuvo después de unos brillantes ejercicios, y aquí se afincó.

A la marcha del bibliotecario provincial Manuel Feijóo para desempeñar el mismo puesto en la Universidad de Santiago, se hizo cargo de esa labor, y compatibilizó una y otra hasta su jubilación. Por tanto, Zaratiegui fue el antecesor inmediato de Enrique Fernández Villamil en ambos organismos.

Por su prestigio académico, presidió diversos certámenes, tanto pedagógicos, como literarios y musicales. Buena muestra de esa implicación suya fue la gran velada en honor a Rosalía de Castro, que Zaratiegui organizó en el Teatro Principal junto a Renato Ulloa y Francisco Portela Pérez, para sumarse a la campaña destinada a erigir un monumento a la poetisa en Santiago de Compostela. Aquel acto contó, entre otros, con la destacada participación de Isidoro Millán y Prudencio Landín; los barítonos Mercadillo y Torres; el orfeón La Artística y la orquesta de Isidro Puga.

Igualmente tuvo mucha repercusión un certamen organizado en 1894 por La Revista Popular en el local social de Recreo de Artesanos, del que salió premiada una monografía sobre el periodismo en Pontevedra, que firmó José López Otero. Ese trabajo señaló por vez primera a “Las Musas de Lérez” como el primer diario que vio la luz en esta ciudad y dató su fundación en 1842.

Zaratiegui también fue un notable orador, así como un excelente conferenciante, que compatibilizó su trabajo de archivero y bibliotecario con sus clases en el Colegio Ibérico, el Instituto y la Sociedad Económica hasta 1925, año de su jubilación con el rango de jefe del Cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, y jefe honorario de Administración Civil. Aparentemente el centro no tuvo continuidad y se extinguió tras su retiro.

Además de la enseñanza, la cultura y, sobre todo, el saber en su concepción más amplia y genuina, Zaratiegui tuvo a lo largo de su trayectoria otra pasión muy sentida y nada secreta: la República.

Republicano de primera hora en Pontevedra, su querencia venía de antiguo. De ahí que al constituirse el Centro Republicano en marzo de 1930 fue nombrado presidente honorario por aclamación, a propuesta de Amancio Caamaño Cimadevila. Desde entonces nunca dejó de asistir en los meses siguientes a todos sus actos y celebraciones, casi siempre con un sillón reservado en la mesa presidencial, de acuerdo con su rango especial.

Cualquiera diría que para darse el gustazo anhelado, apuró al máximo sus últimos soplos de vida, porque falleció el 16 de abril de 1931, solo dos días después de la proclamación de la República en España.

El entierró de Enrique Zaratiegui Molano congregó a correligionarios desplazados desde diversos municipios hasta el lugar de Porto Santo, en Poio, donde había construido su casa familiar y también allí había abrazado con pasión la causa del Colón pontevedrés. La bandera roja, amarilla y morada cubrió su féretro, que varios miembros de las juventudes republicanas trasladaron hasta el cementerio de San Salvador, donde recibió sepultura.

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