Don Leandro del Río era cura y un franquista convencido. A su hogar en el monasterio de Lérez se incorporó su sobrina, María del Carmen del Valle del Río, Carmiña, siendo solo una niña, después de quedarse huérfana.

El aspecto de la joven estaba en las antípodas de la imagen femenina dominante en el (también estéticamente) cutre franquismo: flaca, se cortó el pelo, vestía pantalón y se pintaba una raya en los ojos, a semejanza de las grandes actrices de la época. El escándalo de la Pontevedra bienpensante debió ser mayúsculo al verla de esa guisa manejando la bici, que adornaba con cintas, y evolucionar al espanto al advertir que no le gustaban los hombres.

Daba clases en Cerponzóns, donde instruía también a niños de familias que no podían pagarle. Tuvo suerte: el tío cura probablemente evitó que le diesen alguna que otra paliza; tenía carácter y sacaba la escopeta para defenderse de los garrulos que se atrevían a intentar entrar en su casa; y los alumnos no la juzgaban sino por su entrega y dedicación al explicarles sus primeras lecciones, que para más diferencia enseñaba en el jardín de su casa pintada de colores.

La recuerdan rodeada de animales, plantas, cuadros y armas que heredó de su abuelo general en Filipinas y de su padre comandante, todo ello en la vivienda de Pidre, en la parroquia de Cerponzóns. Allí ejerció en las décadas de los 60 y los 70 antes de regresar a Lérez con su familia.

Muy probablemente por la exclusión social a la que, con más o menos sutileza, fue sometida, se fue aislando. Murió en 1998 y sus vecinos acompañaron su féretro a pie, en un último reconocimiento a la maestra.

La recordaron ayer amorosamente en un acto que organizó la Asociación O Chedeiro y que tuvo lugar en el Local Social, la antigua Casa dos Mestres de Cerponzóns. Entre los participantes, el concejal Luis Bará y la ex delegada provincial de Cultura, María Xesús López Escudeiro, dos de los que se felicitaron por la maravillosa rareza de la señorita Carmiña.