La estación de autobuses no empezó con buen pié cuando se llevó a cabo su inauguración oficial hace poco más de treinta años. Pontevedra fue la última ciudad de Galicia en centralizar los servicios de transporte por carretera. A pesar de ese retraso acumulado durante tanto tiempo, la planificación de su puesta en marcha dejó mucho que desear, y hoy aún estamos pagando sus consecuencias irreversibles.

Desde su entrada en servicio el 24 de noviembre de 1980, la estación de autobuses fue un foco de quejas, conflictos y problemas, que trajeron de cabeza por igual a transportistas, viajeros, comerciantes y munícipes.

Desaparecidos los coches de caballos, que recordamos en una pincelada anexa con la sana nostalgia que rezuma esta página, Pontevedra no se cansó de demandar, desde la dura postguerra de los años 40, una estación de autobuses como dios manda.

Una crónica local escrita el 25 de julio de 1945 decía así: "Diariamente contemplamos, con pavor y asombro, esos racimos humanos que circulan por nuestras calles; esos ómnibus que llegan o salen de la ciudad, cargados de viajeros hasta extremos inconcebibles". Limpieza, seguridad, higiene y comodidad: todo se ponía en cuestión de aquellos pésimos servicios.

Calixto González-Posada y Rodríguez fue el primer alcalde de Pontevedra que anunció la construcción de la ansiada estación de autobuses en aquellos lejanos años 40, tras incontables gestiones y viajes a Madrid. Pero no vivió para ver cumplido aquel compromiso gubernamental. A sus sucesores les ocurrió lo mismo.

Diez años después, el bisemanario Litoral proseguía la campaña iniciada por su antecesor y titulaba en su portada del 2 de abril de 1956: "Deberes de capitalidad: Necesitamos una estación de autobuses. La mayor parte de los viajeros que llegan a Pontevedra vienen en coche de línea". Con la prudencia obligada ponía de nuevo el dedo en la llaga: "Hay muchos aspectos de la ciudad que ya hoy se están retrasando, que no viven aún al ritmo, todavía lento, de nuestra vida pontevedresa… Entre los cuales se cuenta el problema del aparcamiento de autobuses y todos los servicios inherentes a la entrada y salida de viajeros".

Los pontevedreses-de-toda-la-vida (PTVs) que han cumplido el medio siglo aún recordarán muy bien aquella Pontevedra que era un puro caos de tráfico, con paradas de autobuses en las calles más céntricas: De General Mola (hoy Gutiérrez Mellado) a Cobián Roffignac; de Benito Corbal a la plaza de San José y Pastor Díaz, pasando por Sagasta. Literalmente Pontevedra fue en si misma una estación de autobuses hasta los años 80.

Con semejante panorama retrospectivo, no resulta extraño imaginar que la estación de autobuses se vislumbró como una especie de panacea que iba a acabar con semejante desgobierno. Por eso el chasco final resultó más grande.

De alguna manera, su cuestionada ubicación (muchos transportistas abogaron por la avenida de Fernández Ladreda, en el antiguo eucaliptal de Campolongo) se convirtió en el origen de todos sus males: los usuarios decidieron que estaba lejos del centro urbano y que, por tanto, no era cómoda, ni operativa. A su vez, los transportistas respondieron con paradas improvisadas e ilegales en algunos puntos más céntricos. En ningún momento optaron por un verdadero transporte urbano. Y la cadena se rompió por su parte más débil, que eran los comerciantes instalados en la deseada estación de autobuses, y que vieron arruinados sus negocios recién abiertos porque no llegaban los clientes anunciados.

A mediados de 1982, cuando apenas llevaba un año y medio en funcionamiento, la estación de autobuses no había superado el 10% de su capacidad de viajeros, y su estudio de viabilidad había previsto que alcanzase el 75% en aquella fecha. Entonces, igual que hoy, los estudios económicos no acertaban una.

Hoy por hoy, la estación de autobuses es una auténtica ruina. El estado calamitoso que presenta la estación de autobuses y que denunció FARO DE VIGO, reclama algo más que un arreglo para tapar sus vergüenzas e ir tirando. Las lecciones que nos deja la historia cotidiana tendrían que servir para algo útil a esta ciudad de memoria frágil.