En sus diarios, Iñaki Uriarte define, con humildad y belleza, la esencia de la música extraordinaria: es relevante por la vida a la que acompaña, no como un arte vista de forma aislada. Trasciende porque conmueve; sin corazón no late el oído. “Todos los entendidos aseguran que Bob Dylan ha sido fundamental en la historia de la música reciente. Para mí, ignorante en la materia, ha quedado solo como parte esencial de la banda sonora de la película de aquellos tiempos. Una banda sonora cuya letra apenas entendíamos, salvo algún estribillo. Pero lo importante era la película: lo que vivíamos mientras sus canciones sonaban invariable y obsesivamente en los tocadiscos. Y todo eso, lo que nos reíamos, lo que imaginábamos y decíamos y hacíamos entonces, regresa a mi cerebro y a mi corazón cada vez que escucho una canción de Bob Dylan y me puede hacer llorar”.

Es la memoria sentimental de cada uno la que eleva las canciones. Nuestra experiencia compone versiones personalísimas, y ninguna obra, ni las más populares, es en el fondo la misma. No hay nada tan subjetivo. Sin pasión da igual el virtuosismo. La mano derecha del pianista es el romance, dijo una vez Michel Camilo. Las grandes canciones –cada uno sabe cuáles– nacen para enamorarte.