En la explanada de la estación intermodal de Ourense, en la que el número de viajeros ha aumentado con creces desde la llegada de la alta velocidad, Tito y Teresa, de 88 y 84 años, han encontrado un rincón apacible –ajeno al picoteo en el empedrado de las maletas de ruedas, de los bramidos de los autobuses, los taxis y los vehículos particulares que van y vienen– para sentarse y charlar.

En la terraza de la cafetería, donde el sol baña el ambiente cuando alguna nube abre una grieta, disfrutan de la consumición –un descafeinado de sobre si es invierno, una tónica en verano–, pero fundamentalmente de ellos mismos. Es un escenario distinto al de su casa, que está cerca, aunque la esencia es la misma: la presencia del otro, que los acompaña a diario.

El 17 de mayo cumplirán 63 años de matrimonio. Se conocieron años antes en la calle del Paseo. Entonces era costumbre hacer vida social recorriendo esta vía de 450 metros de un extremo al otro. Teresa caminaba del brazo de una amiga, y uno de los dos chicos que iban por detrás se le acercó: “Disculpe, pero usted lleva una mancha de cal en el vestido”, dijo Tito.

Ella le dio las gracias. La amiga advirtió que aquella aproximación no era simple cortesía, sino una excusa para conocerse. En la ropa de Teresa, de color negro, no había rastro de suciedad. “Bueno, pues sería para hablar conmigo”, aceptó la mujer.

Tito contaba con algún permiso en el servicio militar, que cumplía en Ferrol, y durante un tiempo se siguieron viendo en los paseos por el centro de Ourense. Un día empezaron a citarse para ir al cine. La proposición de matrimonio surgió “de manera natural”, señalan. Tuvieron dos hijos, Luis y Soledad. Son abuelos de dos nietas, Laura y Sonia.

Es fascinante la capacidad del amor para unir a la gente, para coser nuevos años al paso del tiempo. Querer a otra persona, y si es posible ser querido, “es descubrir una promesa de repetición que tranquiliza”, escribió el poeta Joan Margarit. Como cada día de Tito y Teresa desde 1959.