Ojalá fuera posible conocer –para intervenir y cambiar el curso del tiempo– el instante preciso en el que todo se jode y se apagan los faroles con los que, de niños, brilla la ingenuidad como una cualidad hermosa, y somos lo que decimos, y nuestra verdad transparenta, porque hasta la maldad es sincera.

En ‘30 maneras de quitarse el sombrero’, Elvira Lindo dice que la infancia es “ese momento de la vida en el que cualquiera, desde el tierno de corazón hasta el que habrá de convertirse en un repugnante asesino, tiene derecho al perdón”.

Recuerdo una tarde, con menos de diez años, en la que un vecino y yo, en la aldea, jugábamos a tirarnos piedras. Unas las esquivábamos y otras las queríamos peinar con la cabeza, como hacía Claudio para que rematara Bebeto. Cuando un proyectil perdido me abrió una y en la sien, y un cálido río discurrió de repente rostro abajo, lo último que se me ocurrió fue culpar a mi amigo, o a él sentirse responsable. Pero las familias intervinieron, convirtiendo la anécdota en un problema. La suya se cebó con él. La mía me curó sin perder un minuto en abroncarme, no sé si por haber elegido ese juego o por no haber sabido esquivar.

La vida nos condena a durar y a perder lo que fuimos. Ojalá bastara con saber cuáles son las propiedades de la suma, y distinguir el minuendo del sustraendo, para dar por saldado el día. Y que las frases con las que se sortea el turno en el recreo, o se decide quién será poli y quién caco nos sirvieran, ya como adultos, para salvar las diferencias.

“Sandía, sandía, ¿quién será un gran policía? Melón, melón, ¿quién será un gran ladrón?”, me explica mi sobrina. “Pito, pito, gorgorito, ¿dónde vas tú tan bonito? A la era, verdadera, pim, pam, fueera. En la casa de Pinocho todos cuentan hasta ocho: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho. Sal-va-di-to tú es-tás. Y tú te vas”. Así decidimos el viernes bajar por la escalera, y no por la rampa, para salir del centro comercial. “Ya de niño buscaba las ventanas / para escaparme con los ojos”, escribió Joan Margarit en el poema ‘Discurso del método’.

Se trataría de eliminar las complejidades y volver a la esencia de las relaciones humanas, como con la amistosa despedida del “te quiero y te respeto” que impone el juez Hal Wackner en el tribunal alternativo de The Good Fight: en la trastienda de una copistería pretende zanjar los conflictos que en la justicia se enrarecen y se eternizan en ocasiones, aunque, como demuestra la última temporada de la serie de abogadas, esa fórmula distinta tampoco es infalible, porque la resolución de las diferencias, con frecuencia, no atiende a razones. Porque ya no somos tan cabales como cuando éramos niños.