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Historia de una vida. Los padres del pintor. López-Villaseñor. 1978.

Personas, casos y cosas de ayer y de hoy

Reflexiones en torno al envejecimiento

“Leyendo al abuelo”, Albert Anker, 1900.

Reflexiones en torno al envejecimiento

La fecundación es el principio de la vida. La primera etapa de vida es la intrauterina o prenatal, en la que existe una interdependencia íntima entre madre y homigénito, término este último que proviene de homi-hominus = hombre y genitus = generado o engendrado, propuesto con todo acierto por el neonatólogo Ernesto Díaz del Castillo, en sustitución del de “producto”, como expresión de respeto y diferenciación del hijo de mujer. Al tiempo, abarca y puede aplicarse indistintamente al embrión, al feto o al neonato (véase mi discurso de recepción pública en la Real Academia de Medicina de Galicia —La problemática del homigénito con defectos del crecimiento y desarrollo, 1982—). En el momento de nacer, cada “recién llegado” —según denominación tomada de Manuel Suárez Perdiguero— es un ser individual y distinto a todos los demás, consecuencia del código genético y de factores ambientales determinantes. De este modo no hay verdadero comienzo de la vida, ya que esta continúa en sentido figurado. En cada ser está inscrito todo el pasado de la historia, sobre todo de sus padres, a través del mensaje genético y el ambiente, que es consecuencia de lo que pasa en la familia, la casa y en el mundo circundante.

Los períodos de la vida

Después de haber nacido, a lo largo de la vida, continuaremos siendo quienes somos al nacer más lo que nos transformamos cada día. Entre el nacimiento y la muerte hay cuatro períodos: infancia, adolescencia, adulto y ancianidad que Hipócrates (460-337 a.C.) ya preconizó hace muchos siglos, en comparación con las cuatro estaciones del año: primavera, verano, otoño e invierno, y que en la actualidad siguen vigentes y son reconocidos por la OMS. Son las cuatro metamorfosis de la vida que se cumplen inexorablemente, salvo que la muerte los intercepte. A estos períodos se le ha aplicado aquello de que las fronteras están porque no había fronteras, lo que este escribidor ha apoyado siempre (léase Fronteras sin fronteras. La Región, 18.02.1983). El último período de la vida, la ancianidad, 70 años y más, se caracteriza, en condiciones normales por: “La máxima experiencia, plenitud de sensatez, dignidad y sabiduría. En la que no cesa el entendimiento, el deseo de conocer, que le hace sentir los mejores goces hasta la misma hasta la misma `muerte fisiológica´” Pero también es etapa de pérdida de la potencia vital causada por el “envejecimiento fisiológico”, que prepara al organismo para la “muerte fisiológica”. Proceso que lamentablemente no siempre es así, sobre todo “por causa de padecer el síndrome de vejez, que son sus males: incapacidades, inutilidades, hipofunciones de todos sus aparatos y sistemas, enfermedades, etc., que poco a poco o rápidamente conducen al ir dejando de ser” (véase a Antonio Arbelo, en Envejecimiento y muerte fisiológicos, 1988).

Limitaciones de la ancianidad

El envejecimiento nos impone limitaciones y ya que no podemos evitarlas, adaptémonos a ellas y aprovechemos nuestro saber, madurez y larga experiencia para contrarrestarlas. Hagamos caso omiso del proverbio que dice: “Saber demasiado es envejecer prematuramente”. Porque si fuese así, este escribidor quiere envejecer aún más y se propone y les incita a que cada día sepan al menos una nueva cosa. Los viejos, cada 10 años que pasan retrocedemos 10, pero también es verdad que maduramos y somos más sabios.

No, llegar a la ancianidad no es el final, seguimos vivos y hemos de continuar haciendo lo que tenemos que hacer. Creo con firmeza que como anciano que soy, la artrosis degenerativa deforma mis huesos, pero que crujen más por el trabajo que no les he dado que por el que han sufrido a lo largo de los años. Este convencimiento que me lleva a seguir en todo lo que puedo. Hemos de saber renunciar a determinadas cosas para mantener y, si es posible, mejorar la calidad de vida, lo que a veces nos impone cierta pérdida de independencia. Azorín (1873-1967) se enfrentaba así: “La vida fluye incesable y uniforme; duermo, trabajo, discurro por Madrid, hojeo al azar un libro nuevo, escribo bien o mal —seguramente mal— con fervor o con desmayo. De rato en rato me tumbo en un diván y contemplo el cielo, añil y ceniza. ¿Y por qué había de saltar de improviso el evento impensado?”

Apurar el tiempo

Los viejos no podemos desperdiciar el tiempo que nos queda, en lugar de disfrutarlo de modo adecuado. Es algo para lo que no caben ahorros para después. Hemos de cuidar nuestro tiempo, que es nuestra vida. No hacerlo, es morir lentamente en un abandono progresivo. Así lo juzgaba Baltasar Gracián (1601-1658): “Lo único que realmente nos pertenece es el tiempo. Incluso aquel que nada tiene, lo posee”. Mas hemos de recordar que el tiempo es perecedero; así que no esperes a mañana para tomar las disposiciones necesarias para que tu tiempo merezca la pena. Para que utilices ese tiempo es necesario que reconozcas tu capacidad, debilidades y medios actuales y los uses de forma adecuada.

En lugar de recrearnos en el pasado y hablar constantemente de nuestros problemas, deberíamos preocuparnos de resolverlos de la mejor manera posible hasta donde nos permitan nuestras posibilidades físicas y monetarias y de la mejor manera factible. Para conseguirlo debemos partir de un reconocimiento de nuestra realidad actual y después preguntarnos ¿podría yo vivir mejor la vida que me queda? Es probable que podamos permitirnos muchas más cosas de las que estamos disfrutando, simplemente cuidándonos un poco y haciendo que nos cuiden. Y si no podemos más, luchemos y esforcémonos al máximo para hacer las pequeñas cosas que nuestra edad y estado nos permitan. Es la prueba más fehaciente de que todavía seguimos vivos. El problema es que hay personas que no saben ajustarse a su edad y a su tiempo. O lo que es peor, llegan tarde y cuando ellos mismos se dan cuenta, o lo advierten sus familiares, ya se han marchado definitivamente. Fernando Pessoa (188-1935) afirmaba: “A quien, como yo, así, viviendo, no sabe tener vida, ¿qué le queda sino, como a mis escasos pares, la renuncia por modo y la contemplación por destino?” Pero más adelante decía que había que tener ahínco y ganas de vivir, al tiempo que perseveraba consciente y deliberadamente en la existencia. Lo que no puede ser es que el tiempo avance y nosotros no, en un continuo aferrarnos a lo imposible. En fin, que no existe el pasado-presente y si así lo pretendes, te arrasa.

Resiliencia

Siempre es mejor un hombre entusiasmado y activo, aunque errado, que uno indiferente, en la duda y pasivo. Por muchos que sean nuestros años, no perdamos nunca el entusiasmo, trabajemos con ganas hasta el último día y siempre con afán de superación. Aunque nuestra capacidad aún se mantenga, sin entusiasmo nunca conseguiremos nada. No consintamos que nos lo quite ningún apático necio ni ningún desengañado.

Es verdad que a los viejos a veces nos vence el desánimo, lo que nos lleva a lamentarnos cómo nos doman y nos reducen los años, cómo poco a poco no va quedando nada de aquello que fuimos. Lo expresó así Pearl S. Buck (1892-1973): “El entusiasmo es el pan diario de la juventud. El escepticismo el vino diario de la vejez”. Cuando el desánimo nos sobrevenga, repongámonos y hagamos, al igual que en cualquier edad, lo que nos parecía imposible. Es la única manera de luchar contra la involución del paso de los años.

Los consejos del anciano

Séneca (4 a.C. – 65 d.C.) escribió: “No se debe hablar sino al que con voluntad escucha”, lo que aún es más cierto ante los acaso excesivos consejos del anciano. No olvidemos que si a nosotros los viejos nos escuchan ahora es porque cuando fuimos jóvenes supimos escuchar y porque aún tenemos algo que decir. Si alguna vez has de pedir consejo, has de hacerlo a la vez a un hombre viejo y a un hombre joven. El porqué lo dio Francis Bacon (1561-1626): “Pregunta al viejo tiempo por lo que es mejor y al nuevo tiempo por lo que es más conveniente”

La belleza en la ancianidad

En este párrafo le doy la palabra a la que fue bellísima actriz Brigitte Bardot: “¿Qué puede ser más hermoso que una adorable anciana, siendo cada vez más sabia con el correr del tiempo? Toda edad puede ser encantadora, siempre y cuando vivamos en ella.”

El anciano dependiente

Muchos, demasiados, de forma inexorable envejecen más y más y su dependencia es cada vez mayor. Unos pueden quedarse en su casa y recibir la atención de sus familiares; otros no. No obstante, por fortuna las sociedades desarrolladas se preocupan cada vez más de los ancianos hasta donde llegan los recursos disponibles. Frente a esta posibilidad son bastantes los ancianos que se resisten a reconocer esta necesidad y recibir sus beneficios. Lo malo es que, cuando deciden, a veces es tan tarde que ya ni participan en el cómo, cuándo y dónde. En cualquier caso, si el anciano ha de dejar su casa, permitidle que allí adónde tenga que ir puedan acompañarle los objetos más significativos que le rodean y formaron parte de su vida y de su mundo.

La muerte del anciano

Reconozco que soy un anciano. En mis etapas anteriores de la vida, cuando me despertaba y veía que me faltaban un par de horas para dormir, me sentía feliz; ahora con los años cuando despierto y veo que es la hora de levantarse me siento más feliz todavía. Los jóvenes acaso no lo entenderán, pero creedme que para muchos viejos es así.

Nos tiene que alegrar el estar ahora aquí, y de esta manera, después de tanto tiempo de evolución. Los que vengan después serán mejores. No es verdad que Jorge Manrique (c. 1440 – 1479) dijera cualquier tiempo pasado fue mejor, lo que escribió fue: “cómo a nuestro parecer, / cualquier tiempo pasado / fue mejor”. El presente es fugaz y lo mejor no es lo pasado sino “lo no venido”, es decir, el futuro que nos quede, por corto que sea. Los ancianos tenemos que vivir lo que nos queda de manera que no le temamos a la muerte de aquí. Es posible y tiene que ser, porque como dijo James Bailey: “No puedo contentarme con menos que el cielo.” La muerte es para muchos momento de máxima transformación para entrar en completa comunión con nuestra alma, corazón y espíritu, en definitiva, para reencontrarnos con nuestro yo real y Dios.

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