La decisión de descarbonizar nuestra economía en apenas unas décadas conlleva un cambio socioeconómico brusco, y como tal, lleva asociados movimientos vagos, errores, modas tontas que por falta de análisis acaban dañando al conjunto.

Muchas veces pura ecoimpostura, concepto que describe los modelos de negocio que aparentan ser más respetuosos con el medio ambiente de lo que en realidad son.

Un ejemplo claro son las bolsas de tela que florecieron en muchos hombros tras la campaña de demonización de las bolsas de plástico. El tejido no cae de las nubes: el algodón requiere terreno, fertilizantes, agua y otros recursos.

Hace falta usar una bolsa de algodón de nueva fabricación alrededor de 170 veces para igualar el efecto ambiental de producir una bolsa de plástico de un solo uso. Más veces todavía si tenemos en cuenta que estas últimas también se pueden reutilizar.

Otro ejemplo son los cilindros de colores vivos que se ven chupetear a la gente por las noches a modo de cigarrillo: los vapeadores desechables. En el camino de hacer del fumar un hábito más ecológico y menos dañino para la salud –algo que todos agradeceríamos– han sembrado las aceras de carcasas de plástico duro, baterías y depósitos de propilenglicol sin reciclabilidad alguna.

Los anteriores no son más que dos escenarios del día a día que representan lo que ocurre a gran escala con políticas sinsentido e inversiones milmillonarias a pozos sin fondo. Debemos hacer un esfuerzo en comprender las implicaciones ecológicas reales de cada sustituto que aparece en el mercado, y no abrazarlos sin ton ni son con el riesgo de agravar aún más el problema. Parafraseando nuestro refranero: descarbonízame despacio, que tengo prisa.