Albert Camus afirmó en “El Mito de Sísifo” que en realidad no hay problema filosófico más serio que el del suicidio, que obliga a reflexionar en los motivos por los que un ser vivo y consciente como es el humano decide dejar de existir, pero sobre todo invita a pensar en las razones por las que merece la pena seguir viviendo a pesar de tales motivaciones. Si además –cabe añadir– el suicidio es colectivo, masivo y universal, como el que supondría una guerra nuclear mundial, la perentoriedad del filosofar acerca del mismo es aún más palpable y urgente.

Esta posibilidad de autoaniquilación quedó patente después de 1945 por la capacidad de las grandes potencias atómicas para provocar una destrucción general, y hace justo sesenta años, en 1962, la crisis de los misiles en Cuba acercó al planeta a un abismo del que se salió gracias al diálogo directo entre los presidentes estadounidense y soviético, Kennedy y Kruschev. Desde entonces no ha habido una situación de tanta tirantez como la que se da ahora mismo, cuando el peligro de una inminente conflagración mundial vuelve a estar sobre la mesa. Pero, a diferencia de aquella, que se saldó con un acuerdo logrado en un plazo breve, la presente crisis se prolonga sin que se consiga ningún avance para atajarla mediante la negociación; más bien las espadas siguen en alto y la tensión aumenta cada día.

"La presente crisis se prolonga sin que se consiga ningún avance para atajarla mediante la negociación"

En las últimas semanas, destacados líderes e instituciones internacionales han concedido credibilidad a las amenazas nucleares de Putin y han mostrado su preocupación por la escalada bélica en Ucrania, que está provocando un enorme sufrimiento en la población y la destrucción de las infraestructuras energéticas del país, además de aproximar al mundo entero a un posible “armagedón nuclear”, en palabras del presidente norteamericano Joe Biden. Si tal llegara a suceder, la civilización humana podría verse abocada a su desaparición o a un retroceso de siglos, que llevaría probablemente al comienzo de una nueva edad oscura.

En los tiempos de la “guerra fría”, la mera posibilidad de que esto ocurriera propició una disuasión que duró décadas, ¿por qué ahora no es así? El respeto mutuo entre las grandes superpotencias, forzado por el riesgo nuclear, fue sin duda el que mantuvo aquel “statu quo” durante tanto tiempo, mientras que en la actualidad ese mismo respeto parece haberse eclipsado tras el traumático colapso de la Unión Soviética, que ha propiciado un exagerado triunfalismo en Occidente y una ola de humillación y resentimiento en Rusia.

Tal vez sea útil recordar la distinción, propuesta por Max Weber, entre una “ética de la convicción”, que aplica principios morales considerados absolutos sin atender a las consecuencias; y una “ética de la responsabilidad”, en la que se tienen en cuenta los efectos de la acción, adaptando la aplicación de los principios a las circunstancias reales. La primera puede llevarse a cabo en el plano privado, personal, sin que ello comprometa al conjunto de la sociedad; pero en el plano público, político, procede a menudo obrar con arreglo a la segunda. Una ética del primer tipo animaría ahora a apoyar la justa lucha de Ucrania hasta el final, caiga quien caiga, dando cumplimiento a la máxima: ”Hágase justicia aunque perezca el mundo” (Fiat iustitia, et pereat mundus). Pero si la posibilidad de una catástrofe nuclear, por lo que supondría de suicidio colectivo, debe evitarse, entonces sería mejor regirse a escala internacional por una ética de la responsabilidad y apostar, como en 1962, por un diálogo que pueda poner fin a la peligrosa situación actual.