Opinión

¿Asistimos a la repetición en Georgia del Euromaidán ucraniano?

¿Asistimos a una repetición en Tiflis de lo ocurrido en Kiev en 2014, el llamado Euromaidán, para algunos una revolución popular, para otros un golpe de Estado fomentado por Estados Unidos contra un gobierno elegido en las urnas? El guion parece al menos escrito por el mismo guionista: reiteradas protestas de miles de personas, muchas de ellas jóvenes, en el centro de la capital georgiana, que se vuelven en momentos violentas y a las que hacen frente con gases lacrimógenos y detenciones las fuerzas del orden.

Manifestaciones que inmediatamente encuentran eco en los medios de comunicación de todo el mundo mientras los gobiernos occidentales acusan de represión a las autoridades y amenazan al país con sanciones económicas.

Aunque situada también en la costa del mar Negro, Georgia no es por supuesto Ucrania. Es un país muchísimo más pequeño: 69.700 kilómetros cuadrados de superficie y una población que no llega a los cuatro millones.

No es tampoco la primera vez que se producen protestas masivas en el país: las hubo ya en noviembre de 2003 con la llamada Revolución de las Rosas, que terminó con la renuncia de su entonces presidente, Eduard Shevardnadze, a quien sustituyó Míjeil Saakashvili.

El desencadenante de las manifestaciones de estos días es una ley presentada por el partido gobernante, “Sueño Georgiano”, y finalmente aprobada por el Parlamento entre fuertes protestas de la oposición.

La ley exige a las organizaciones no gubernamentales allí activas –unas cinco mil para un país de sólo 3,7 millones de habitantes– declarar sus fuentes de financiación extranjeras si éstas superan el 20 por ciento.

No es por cierto algo muy distinto de lo que ocurre en Estados Unidos, donde existe una ley, conocida como la Foreign Act Registration Act, que obliga a quienes representan intereses externos al país –ya sean individuos u organizaciones– revelar esas relaciones y cualquier compensación económica que reciban por ello.

Pero lo que parece normal en EE UU se convierte, por el contrario, en piedra de escándalo en Georgia, donde la califican despectivamente de “ley rusa” y obstáculo al ingreso del país en la Unión Europea.

Porque muchas de esas oenegés activas en Georgia, como antes en Ucrania, están financiadas por fundaciones occidentales como las alemanas o la National Endowment for Democracy de EE UU, instrumento al servicio del llamado “poder blando” de la superpotencia.

Los manifestantes recelan en la ley un intento del Gobierno de vincular a Georgia más a la Rusia de Putin y frustrar así sus aspiraciones de “integración euroatlántica”.

En la entrevista que mantuvo el pasado abril en Berlín con el primer ministro georgiano, Irakli Kobajidze, el canciller federal alemán, Olaf Scholz, criticó la ley por ser supuestamente contraria a “los valores y principios europeos”.

Y algunos eurodiputados, entre ellos la alemana Viola von Cramon-Taubadel, del partido Los Verdes, quieren que se retire a Georgia el estatus de candidata al ingreso en la UE y se apliquen sanciones.

Pero la propia presidenta georgiana, la pro occidental Salomé Zurabishvili, nacida en París y que ejerció algunos años como exdiplomática francesa, ya ha anunciado que vetará la ley.

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