MÁS ALLÁ DEL GUETO CRONOLÓGICO

El tránsito del economato a la globalización

Xaime Fandiño

Xaime Fandiño

Cuando era niño y no tan niño, grandes factorías de nuestro entorno como MAR, Masso, Álvarez y otros centros de trabajo como POVISA, disponían dentro de su infraestructura una instalación denominada “economato” donde ofrecían a sus empleados bienes de consumo a precios exclusivos.

Los economatos estaban restringidos a los trabajadores de esa organización. Podían comprar a crédito los productos, pues su propio salario era el aval para las adquisiciones allí realizadas. El economato no sólo disponía de bienes de alimentación. Dependiendo del nivel de la organización y el tino en la gestión del servicio, alguno ofertaba también, para los hijos de los asalariados, desde juguetería a material escolar. Disponer de un buen economato era todo un lujo. El boca a boca funcionaba en toda la ciudad: “¿Dónde compraste eso? En el economato de…” Ahí empezaba la búsqueda de alguien que trabajara en esa empresa para que te pudiera sacar del economato ese artículo y, sobre todo, a ese precio.

Sí, era una economía autárquica y de subsistencia que hoy, con la globalización, nos puede parecer absurda pero que desde una óptica referida a la integración social de la ciudad, el economato era una piedra angular de primer orden. Por un lado, la empresa facilitaba a su personal el acceso y el crédito a productos en condiciones inmejorables y, como consecuencia, el trabajador se enorgullecía de la pertenencia a la organización. Esta si que era verdadera Responsabilidad Social Corporativa.

Seguro que a muchas personas que no pertenecen al siglo pasado la palabra economato ni les suena. Pues en base a este sistema, unido a las tiendas de barrio donde se pagaba la compra de los productos a semana vencida, crecimos la mayoría de los que ahora estamos en torno a la setentena y de ahí pal norte. Cuándo entraba la nómina en casa, de aquella se cobraba por semana, lo primero que se hacía era acudir a la tienda, también denominada ultramarinos, con el fin de liquidar la deuda y comenzar de cero.También existía la modalidad de plazos razonables, sin firma ni documento de ningún tipo. Si el producto, por ejemplo una prenda de vestir, superaba las posibilidades financieras de la familia para acometer el pago de una tirada, aquellas pequeñas tiendas: JOPERRI, Los Chicos, Gervasio… ofrecían a la clientela habitual un margen de liquidación superior al semanal para poder abordar la deuda con más holgura. El vendedor apuntaba en una libreta el compromiso verbal de la operación y en cada entrega que hacía el cliente iba tachando lo aportado. Las relaciones comerciales eran así de orgánicas y sencillas. La gente conocía su techo económico y por lo general nadie lo trapasaba. Más tarde irrumpió la letra de cambio como elefante por una cacharrería, pero eso ya es otra historia.

Con el declive paulatino de aquellos economatos y con el fin de paliar los costes de la intermediación asociada a los productos habituales, surgieron también cooperativas de consumo que llegan hasta nuestros días. Esta vez ya no eran las empresas las que proporcionaban la iniciativa, en este caso el órgano gestor lo componían personas asociadas bajo esa forma jurídica: comunidades de vecinos, organizaciones de interés común etc., con el fin de poder acceder a bienes de consumo de forma ventajosa. A través de la fórmula cooperativista muchos ciudadanos han logrado y logran aún hoy en día acceder a precios competitivos de productos básicos, gracias a saltarse las cadenas clásicas de distribución y comprando, siempre que es posible, directamente al productor.

En cualquier caso, nada de aquello es comparable ni homologable a la situación actual y, aunque se suele decir que antes los trabajos eran más estables, eso sí es verdad, pero no mejores. La oferta para alguien con inquietudes era muy parca y los sueldos más que precarios, literalmente de risa. La diferencia es que estábamos situados en un escenario económico de autarquía y no precisábamos para arrancar el mes más que lo adquirido en el economato o en la tienda de barrio: un pantalón tejano Lois, zapatos, camisa y a vivir. La frase de los padres era: “o estudias o trabajas” y a partir de ahí se articulaba toda la existencia.

No había suscripciones a Amazon, Netflix, Spotify… ni tampoco hardware tipo Nintendo, Play Station, ni telefonía personal, ni tablet, ni ordenador. A lo más alto a lo que podías aspirar era a conseguir una bici de carreras de Delio y, en cuanto a lo de viajar, estaba circunscrito al tranvía, al barco de Cangas, los autobuses de los rusos y un poco de tren, eso sí, limitado. El avión era una utopía y lo que se dice gratis, había poco o más bien nada.

Comparado con lo de antes, no está nada mal lo de ahora, aunque no se negará que vivir en el despliegue consumista de la actualidad no sale por la cara, pues toda esa parafernalia tecnológica y vivencial le requiere a cada ciudadano una inversión nada desdeñable para echar a andar cada mes, cosa que no les sucedía a las generaciones pretéritas. O sea que, resumiendo, el mundo globalizado de hoy poco tiene que ver con el universo del economato, situado en un escenario donde las necesidades de consumo y de estatus eran muy limitadas. La complejidad del consumo globalizado, el marketing y los intereses multinacionales crean en las generaciones contemporáneas necesidades, algunas veces incomprensibles, que no tenían lugar hace apenas treinta años, por lo que cualquier comparación entre esos dos momentos cronológicos, tanto en el aspecto laboral, como en el social o en el modelo de consumo, es simplemente una falacia.

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