Jornada de reflexión

Luis Carlos de la Peña

Luis Carlos de la Peña

Hace un siglo, Ortega y Gasset publicaba “El tema de nuestro tiempo”, recopilación de las lecciones impartidas en la entonces Universidad Central de Madrid. Pasa por ser uno de sus textos filosóficos de referencia y en él desarrolla la tesis de la capacidad emancipadora de la razón, pero también de sus limitaciones e insuficiencias. Donde la razón no encuentre ya más respuestas ni salidas, Ortega nos ofrecerá los caminos sugestivos de la intuición, la perspectiva individual y el espontaneísmo, complementos del razonar. A partir de estas lecciones del catedrático de Metafísica, el raciovitalismo será la denominación de la madeja de razón y circunstancias que constituye nuestro modo de pensar para enfrentarnos a la vida. Una actitud hecha de reflexión, escepticismo y juego que anuncia el postmodernismo de medio siglo después.

En fechas electorales, esta introducción busca ayudarnos a la comprensión de los resortes que nos llevan a apoyar una ideología o, cada vez más, a quienes simplemente las enarbolan. Con menos énfasis que nunca en los programas, los candidatos suben ahora un peldaño más en la personalización de la política, la oferta de sí mismos. Rehuimos del lenguaje apelmazado de los programas, de las propuestas detalladas, para dejarnos encandilar por una sonrisa de atención o una mirada fugaz que se posa en nosotros. La razón, desconfiada, saturada de argumentos que necesitarían de contraste con otras propuestas o con la misma realidad, requiere esfuerzo y tiempo: algo, pensamos, que no merece ya la política. Preferimos rendirnos, entregarnos dóciles, al atisbo de emoción sugerida por el político en sus gestos o en la mirada que nos es dirigida: una respuesta puramente infantil.

Todo este cortejo y nuestra respuesta pavloviana al estímulo o a la atención recibida, tiene sus consecuencias, no precisamente baratas. Nunca los ayuntamientos han gastado tanto en la vana aspiración de entretenernos. Lo que llamamos terciarización de nuestra economía no pasa de ser la fiesta idolátrica del consumo y el ocio de masas en el espacio público. Está financiado grotescamente por las arcas municipales con cargo a los tributos locales, los remanentes de gasto sobrantes de los años anteriores y las transferencias del Estado, hoy engordadas con la recaudación impositiva en máximos. Un despilfarro obsceno del que no escapan los “buenos gestores” conservadores ni los progresistas del poderoso Estado del bienestar.

En las horas previas al ejercicio de madurez que supone votar por un candidato o una opción ideológica, no es ocioso recordar aquellas palabras de Kant, el racionalista por excelencia: la Ilustración es el fin de la minoría de edad del hombre.