El árbol de la lluvia

Alberto Barciela

Alberto Barciela

Nada es estable, siempre ocurre algo, maravilloso o detestable, fantástico o consecuente; la vida es como una metáfora del agua, un largo río caudaloso en el que debemos afrontar precipicios y rocas, afluentes, remansos, meandros, rápidos y un destino.

Recordamos que el río es un tramo del círculo del agua, será mar, y nube, y lluvia y volverá a ser río y metáfora de otras personas con menester da saciar su sed, sitibundas también de respuestas.... como nosotros. Quizás las vidas, hoy de estilo consumista y contaminante, sigan también un rumbo capaz de reencarnarse o de resucitar en su propia cultura de preservación. No lo sabemos con certeza, si bien, con intuición e ingenio, algunas creencias y religiones relevantes, incluida la cristiana, así lo afirmen.

Navegamos sobre el agua que bebemos, con la que bautizamos a los niños –cumplimentando una hermosa tradición espiritual–, con la que lavamos las preciadas manos y los delicados ojos, la que riega el fruto de la huerta de la que nos alimentamos.... la vida discurre así hacia sí misma, se retroalimenta.

Con sencillez, cuando hablamos del milagro del agua y del problema del agostamiento, un buen amigo de Bueu, Camilo, esposo de Sinda, nos cuenta que cuando fue al servicio militar, a finales de la década de los sesenta, la falta de cultura era determinante entre muchos reclutas. Un día se produjo una enorme inundación en el cuartel, el agua manaba sin fin de una tubería sobre un lavabo a la que alguien había desprovisto del grifo. Los mandos ordenaron formar a la tropa y, con voz de gran enfado, preguntaron: “¡¿Quién ha robado el grifo?!”.

Al cabo de un breve intervalo, un soldado levantó tímidamente la mano, y confesó con acento muy marcado: “Fui yo, mi sargento!”

– “¿Y por qué hizo semejante desmán?”, inquirió el mando.

– “Es que quiero que mi madre, que vive en una aldea muy alejada, tenga agua de la traída.”

En la misma orilla atlántica de Beluso, en las espectaculares Canarias, en El Hierro, existe un árbol sagrado, el Garoé, sin duda más venerado de la isla con alma, desde que fue poblada, reconocido desde tiempo inmemorial como “cosa maravillosa y sobrenatural”. Así es. Dicen que sus hojas destilan agua las 24 horas del día, quizás debido a las nieblas habituales. Los antiguos pobladores de la isla, los bimbaches, lo llamaban Garoé pues lo consideraban Árbol Santo o el Árbol del Agua. Lo descubrí estos días en la radio pública, en Radio Nacional de España, en Radio 5. Los medios de comunicación son también capaces de extraer riqueza del ambiente seco, del páramo social y político, aislado de la sociedad.

Me pregunto si habrá que plantar árboles en el cielo para acabar con la sequía. No podemos claudicar, es necesario refrescar la vida, necesitamos escuchar la melodía de la lluvia en los cristales, anhelamos que las nuevas generaciones de infantes puedan chapotear y hacer navegar sus barcos de papel. Esperamos no sentir nostalgia de los “amparo de la lluvia”, que es como en la “Leyenda del origen del Paraguas” se define al artilugio más distraído.

Lo cierto es que los árboles se secan, incluso el más hermoso Garoé de El Hierro, y con ellos la vida.

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