DE UN PAÍS

Tintinómanos

Luis Carlos de la Peña

Luis Carlos de la Peña

Hace décadas que los tintinólogos maltratan a quienes amamos las aventuras de Tintín. Ya saben, aquel joven reportero del mechón, los bombachos y el foxterrier blanco, siempre dispuesto a meterse en líos en cualquier rincón del mundo y hasta en la misma luna. Hablo de los tintinólogos, esa especie de desguazadores de los textos y los subtextos, desmenuzadores de las imágenes y la lógica de su sucesión; unos gafes del encanto y la imaginación que los volúmenes de Hergé, de auténtico nombre Georges Remy, desbordan de la página uno a la sesenta y dos en los viejos volúmenes de Casterman, la editorial Juventud en España.

Uno de los más conspicuos tintinólogos es el francés Benoit Peteers, historietista él mismo, que estudió filosofía en la Sorbona y fue alumno de Roland Barthes y biográfo de Jacques Derrida, referencias que informan sobre la curvatura de la lente del investigador en cuestión. Peeters está ahora de relativa actualidad entre nosotros gracias a la exposición sobre Hergé en Madrid. Es de los que gusta aplicar el tamiz freudiano a la búsqueda de traumas infantiles de origen sexual y rastrear otras sombras del subconsciente en la línea clara. Al respecto de Freud, adopto la misma distancia que Groucho Marx o Vladimir Nabokov: “Ese charlatán vienés”.

Tras el paso de la numerosa tribu de los Peeters , ya nunca podremos ver las antiguas historias de Disney con la ingenuidad preceptiva ni a la Castafiore, el ruiseñor milanés, sino como una madre castradora. Y sin embargo, la atracción de las historias de Tintín trasciende cualquier teoría sobre su creador. El disfrute adulto de las historias de Hergé está en la verosimilitud de las mismas, en el uso fiel de la anécdota histórica, el rigor al reproducir un modelo de automóvil o el fetiche amerindio, el interior de una pirámide o un fumadero de opio y en la humanidad desplegada en los magníficos personajes secundarios: el ingeniero Wolf, que acabará suicidándose en el espacio; el aviador Pst, el indio Chiquito, el pesado de Serafín Latón, el desesperado general Alcázar reciclado en circense lanzador de cuchillos, la señora Mirlo o, mi predilecto, el siempre acogedor comerciante portugués Oliveira da Figueira. Todos ellos mantienen la conexión de la trama a una realidad plausible, animando las transiciones entre las aventuras a veces disparatadas de los personajes principales.

Los tintinólogos aspiran a confundir primero y aburrir después a los tintinómanos. Fracasarán por la misma razón que fracasaron los estructuralistas y los filósofos postmodernos: no dan a nuestras vidas una gota de imaginación ni de aventura.

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