Decía el escritor británico Kingsley Amis que lo malo de las novelas de extraterrestres superinteligentes es que estos últimos, por muy superinteligentes que sean, nunca podrán ser más inteligentes que el autor: se corre el riesgo de transformarlo todo en una parodia involuntaria. En el Reino Unido hemos visto cómo algunos líderes políticos, a la hora de emular a ciertos personajes históricos, no han tenido en cuenta esta advertencia, que vale tanto para la ciencia ficción como para la vida misma. Cuidado con lo que te inventas. Y cuidado con lo que deseas.

Al parecer, Liz Truss, la primera ministra británica que menos ha durado en el cargo de la historia (45 días), quería ser Margaret Thatcher. “La dama de hierro” provoca en los tories una fascinación similar a la que sienten los republicanos estadounidenses con Ronald Reagan: ambos encarnan la quintaesencia de un conservadurismo desacomplejado, victorioso e implacable, una época dorada en la que la derecha logró imponer su hegemonía en el mundo occidental. Es bien sabido también que Boris Johnson pretendió que lo confundiéramos con Winston Churchill (y todavía mantiene la esperanza, pues, por increíble que parezca, se habla de su posible regreso a Downing Street), el hombre que, con elocuencia y arrojo, condujo a su país hacia la victoria en la Segunda Guerra Mundial.

El problema de estos imitadores es que tan solo son capaces de quedarse con lo más superficial de sus ídolos; se conforman con repetir algunas provocaciones (a menudo descontextualizadas) o algunos comentarios ingeniosos (extraídos también de citas amputadas), obviando de ellos todo lo que no se ajusta a su doctrina (Reagan y la reforma migratoria) y recurriendo a unas pocas, simples y mágicas medidas (bajar los impuestos, el Brexit). Anhelan alcanzar su gloria, pero carecen de su altura política. Copian sus excentricidades sin poseer su visión estratégica ni una pizca de su carisma. En suma, quieren hacer Historia, con mayúsculas, por la vía fácil, sin molestarse en adquirir una identidad original.

No es de extrañar entonces que se haga tanto el ridículo. De ahí solo puede salir, como decíamos, una caricatura. La megalomanía ha de venir acompañada de algunas virtudes personales; sin estas lo que queda es un disfraz. Volvemos, de nuevo, a la observación de Amis. Más vale no subir demasiado el nivel intelectual de los aliens ni no puedes demostrar que se comportan como unos genios. No hay nada más trágico y humillante que ser el último en descubrir la parodia que tú mismo creaste.