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Julio Picatoste

Recuerdo de un viejo charlatán de feria

De niño no recibía de muy buen grado los días que eran de feria en mi pueblo. Como es lógico, lo que en ellas se vendía me traía al pairo. Dos veces al mes, los días 1 y 16, Betanzos se veía invadido por tenderetes y gente de las aldeas cercanas que ocupaban “mis” espacios lúdicos; adiós bicicleta; adiós patines; adiós juegos. Mi vida se alteraba por causa de aquel jolgorio mercantil, de larguísima tradición, sí, pero enojoso para mis hábitos y conveniencias. Encontraba, sin embargo, una pequeña compensación en el entretenimiento que me deparaba la contemplación de las adivinas, las truculentas canciones de ciegos y las habilidades retóricas de los charlatanes. De las primeras me intrigaba sobre todo una mujer que, sentada, inmóvil y con los ojos vendados con una cinta negra, a preguntas de su compañero adivinaba peripecias y vicisitudes personales de los hombres y mujeres que formaban un círculo a su alrededor, a los que luego entregaba un mensaje que había tecleado en un extraño artilugio que apoyaba sobre sus rodillas. Pero con todo lo que este montaje tenía de adivinación misteriosa, nada superaba la destreza y gracia de mi charlatán preferido. Era para mí el rey de los sacamuelas, un virtuoso del embaucamiento. Solía actuar ante el palco de la música en cuyas escaleras y a cierta altura, a modo de anfiteatro, me acomodaba para contemplar aquella singular y entretenida función. Le tenía a él de frente y a los espectadores de espaldas a mí. Del aspecto físico de aquel hombre, recuerdo su rostro de pícaro simpático, nota que se veía acentuada por aquel bigotito estrecho y recortado, línea flotante a medio camino entre nariz y boca que le daba un aire de virtuoso jugador de póker, tahúr del Far West americano. Tenía la voz rota, pero sabía modularla, elevarla o rebajarla, adelgazarla, hacerla explotar de alegría, despertar con ella entusiasmo. Mediante un artificio alámbrico alrededor de su cuello, situaba frente a su boca un micrófono de sonido carrasposo.

Montaba su plataforma ensamblada a la parte trasera de su furgoneta en cuyo interior guardaba con celo de buen comerciante las preciadas mercancías; allí alzaba su púlpito de mercader on the road desde donde anunciaba la buena nueva de sus inigualables hojas de afeitar, suaves como caricia de mujer, y sus no menos delicados y resfriantes linimentos. Las primeras arrasaban con cuanta impertinencia pilosa, terca y desafiante, se pusiera en su camino mientras iba dejando la faz terciopelada, lampiña como la piel de un bebé. Y aquellos linimentos aromáticos, verdadero agasajo de frescor, daban tersura a la piel más arrugada.

"Tenía la voz rota, pero sabía modularla, elevarla o rebajarla, adelgazarla, hacerla explotar de alegría, despertar con ella entusiasmo"

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Las primeras frases hacían de reclamo y lograban captar la atención de los transeúntes que apocadamente se iban acercando; y así, crecían los congregados hasta formar un grupo arracimado de boinas, apelmazadas como setas de asfalto. Cuando el corro era nutrido, la voz de nuestro hombre iba arreciando, empezaba el espectáculo de la oferta y la demanda; esta se hacía a mano alzada; durante un tiempo parecía que unas ataduras de timidez y recelo mantuviesen los brazos caídos, inertes. Atento a lo que le digo, oiga, que por el precio de uno se va a llevar usted dos paquetes de hojas de afeitar, qué digo dos, por esta vez voy a tirar la mercancía por la ventana, tres, se lleva tres por el precio de uno. Si no había reacción alguna, daba un nuevo giro retórico a la oferta y el empuje de aquella oratoria iba venciendo el recelo del paisano, hasta que de pronto, ¡zas!, el primero que alza su mano decidido, y mientras se produce el intercambio de mercancía y precio, nuestro hombre elogia la decisión de aquel afortunado cuyas arrugas de labriego serían a partir de ahora bruñidas por el filo plateado de sus hojas y abanicadas por el frescor de su ungüento maravilloso. Oiga, se lleva el elixir que hará de usted un hombre nuevo, y entonces otro brazo se dispara, también quiere gozar del botín, y la voz de nuestro hombre redobla, vibra, y a partir de ahí, empiezan a verse, unos detrás de otros, brazos que se van alzando como empujados por un resorte invisible. En cuanto se desataba la jarana de brazos petitorios, yo daba por terminado el espectáculo y me retiraba complacido. Fantástico. Aquel hombre podía haber sido predicador o político de mítines.

Al caer la tarde, cuando la feria se apagaba en retirada, me acercaba a la furgoneta de mi feriante preferido. Allí estaba solo y en silencio, recogiendo bártulos. Ya no era el hombre rutilante de la mañana. En su rostro se había instalado un tenue rictus de tristura; su bigotito de tahúr dejaba de ser una travesura facial para adquirir la austeridad y severidad del bigote propio de un militar retirado.

Se ponía al volante de su furgoneta y emprendía la marcha, camino de otro pueblo, de otra plaza donde quisieran escucharle y creerle y levantar sus brazos animados por aquella voz hecha jirones.

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