Parece increíble que, a la vista de lo que pasa aquí –y, peor aún, de lo que no pasa aunque debería ocurrir–, sean tan pocas las organizaciones que respondan si no unidas, que sería lo deseable, al menos activas en defensa de algo que, mucho más allá de lo económico –que también– es parte activa de la entraña de este país: la pesca. Había ya causa más que suficiente para la movilización que se reclama, pero en las últimas horas parece llegada la situación a límites intolerables que, sin una respuesta que fuerce a los responsables a rectificar, serviría de precedente para que en el futuro –inmediato: nadie se llame a engaño– se tomen otras peores.

Con ese panorama, y desde un punto de vista personal, no es ya una cuestión de ideología política, o de que aquí gobiernen unos y allá otros en una coalición cuya supervivencia sólo se basa en el interés mutuo y no en el general. Ahora la responsabilidad principal es de quienes ponen la otra mejilla, santa y evangélica actitud para aspirantes a otra vida más feliz en la ultratumba, pero que para defender el pan de cada día resulta más bien ineficaz. Punto este en el que ya urge un matiz: no se pretende llamar a las gentes a tomar las calles en una protesta. Lo que se necesita es bastante más que eso, siempre en modo pacífico.

Expuesto con toda franqueza, lo que urge para intentar salvar la pesca gallega es que en el Parlamento autonómico, en representación de la ciudadanía, coincidan en una gran iniciativa de protesta nacional –sí que cabe el término, y sin comillas, pues Galicia es, según la Constitución, una nacionalidad histórica– los tres grupos de la Cámara y a ella se sumen la patronal y los sindicatos pasando por todas las estructuras que de un modo u otro signifiquen algo. Incluyendo a las móviles “plataformas” que hoy protestan por una cosa y mañana por otra, según convenga a quienes las controlan. O sea, se trata de visualizar una queja general, solidaria, convergente: de país.

Lo que no puede admitirse es que ante el colapso previsible del sector extractivo pesquero, consecuencia de una política “protectora de especies” condicionada por alguna organización “ecologista” cuyos métodos pasan por el robo de material y secundada por la presión electoral “verde” a algunos de los gobiernos decisivos en Europa, Galicia se quede de brazos cruzados. Y menos aún que el Gobierno de España olvide en el PERTE, lo que excluye financiación y futuro, a la industria transformadora. Eso aparte, sería desolador que todo ello ocurriera ante el manso silencio o la actitud vacía de coraje de todos aquellos que dicen representar a algo o a alguien aquí.

Resulta muy posible que algunos –entre ellos esos “de siempre”–, que han actuado para impedir que lo común sea un concepto que en Galicia se maneje desde la política, consideren, cuanto precede, exagerado. Pero basta con una mirada atenta alrededor para confirmar que hay mucho de cierto en los argumentos. Y, sobre todo, habría que ser muy torpe para persistir en una posición que ya sólo produce hastío en la población. Un hastío derivado de ver cómo a la hora de la verdad, quienes deberían resolver los problemas, o al menos intentarlo, se conforman con hablar y hablar en vez de hacer.