Hay personas en las que, con una facilidad extraordinaria, prenden aquellas expresiones o locuciones que, correctas o viciadas, se ponen de moda y, con una permeabilidad digna de mejor causa, las incorporan, presurosas, a su forma de hablar. Es su manera de estar al día. A mí me ocurre exactamente lo contrario; tal vez sea por mi aversión innata a lo gregario, a la inmersión adocenada en ciertos usos, que tan pronto detecto la puesta de moda de determinadas palabras –“poner en valor”, “escenario”, “en sede parlamentaria (o judicial)”, “priorizar”, por mencionar solo algunas– me pongo en guardia y automáticamente sufro una especie de oclusión de laringe que me impide pronunciarlas. Las evito, al menos mientras circulan por doquier con excesiva profusión y deliberada prodigalidad, haciéndose notar, haciéndose oír.

Supongo que será competencia de lingüistas y sociólogos el estudio del nacimiento, desarrollo y declive de determinadas modas del lenguaje oral o gestual; no obstante, me atrevería a decir que muchas muletillas conversacionales reproducen la trayectoria de otras modas. Brotan en un lugar desconocido y se difunden por contagio o mimetismo, como esporas que el viento desparrama entre los hablantes. Sin duda, los medios de comunicación contribuyen muy eficazmente a esa impregnación untuosa de los hallazgos nuevos del habla. Algunas palabras, luego de suficientemente manoseadas, verbalizadas y repetidas hasta la saciedad, empiezan a perder vigor, se desvanece el carisma de su novedad y entran en decadencia.

Tengo la impresión de que algo de esto puede estar sucediendo, por ejemplo, con aquel irritante y cursi “a nivel de” que se fue imponiendo en la terminología de ejecutivos agresivos de inelegantes corbatas fluorescentes. La expresión era insistentemente utilizada, no con referencia a la altura física o jerarquía, que es su uso correcto, sino aplicada de modo espurio para aludir a la inclusión de algo en un ámbito o contexto determinado. Diría que ese uso expresivo está afortunadamente en recesión.

"Tan pronto como detecto la puesta de moda de determinadas palabras me pongo en guardia"

El habla lleva consigo algo de gestualidad espontánea; hablamos también con los ojos o valiéndonos de muecas que dan plasticidad al discurso, o moviendo las manos para subrayar lo que decimos. Es la microcoreografía corporal del habla. Pero llevo mal esa combinación de lenguaje hablado y gestual que para poner comillas en la conversación oral recurre a esa composición mímica que consiste en mover de arriba abajo los dedos índice y corazón de ambas manos alzadas. ¿Es necesario ese gesto, casi momo, que da al hablante una cierta apariencia de cangrejo parlante? Me pregunto si, por la misma razón y con el mismo fin, no podríamos ahuecar la voz para resaltar aquellas palabras que por escrito pondríamos en negrita o aflautarla inclinando levemente la cabeza hacia un lado mientras decimos lo que iría en cursiva o, en fin, dibujar con las manos o los brazos el paréntesis en el que queremos encerrar una frase determinada.

Pero si hay una muletilla que me saca de quicio es ese repiqueteo con el que nuestro interlocutor, a lo largo de su perorata, nos inquiere a cada poco: ¿me sigues? Y resulta que aquello de que habla nada tiene de intrincada tesis filosófica ni versa sobre una cuestión de física cuántica ni de economía internacional, sino que se trata, sencillamente, de algo trivial, absolutamente prosaico. Pero, a pesar de eso, el intrépido conversador seguirá cuestionando nuestra capacidad intelectiva que, desde luego, debe de tener por limitada porque, según avanza en su exposición, vuelve a la carga: ¿me sigues? ¿Qué cabe responder a tan atrevida y molesta pregunta? Si, por prudencia, guardamos silencio, se corre el riesgo de que repita el discurso para cuyo entendimiento nos cree ineptos. Si respondemos que sí, que le seguimos, entramos al trapo de esa pregunta para besugos que indefectiblemente repetirá más adelante. Yo voy a optar por decir que no, que siendo lerdo de nacimiento y sin remedio, tal como él parece sospechar, no estoy en condiciones intelectuales de seguir discurso de tanta densidad, y que, por lo tanto, lo deje, que no insista más. Pero no confío mucho; me temo que pueda resultar inútil, porque, en su afán comunicativo, repetirá la perorata para luego preguntar: ¿me sigues ahora?