Opinión

Un bálsamo para los malestares del alma

Como tantos otros, conocí los libros de Domingo Villar antes que a Domingo Villar. Había leído “Ollos de auga” con la sensación de estar ante la gran novela policíaca gallega, admirada y fascinada, con ese fondo de envidia que tenemos los escritores cuando encontramos a alguien que escribe rematadamente bien. Por eso, la primera vez que saludé a Domingo tuve la sensación de que nos conocíamos de antes, quizá de otras circunstancias o de otra vida. Me gustó él tanto como me gustaban sus libros. Era paciente y animoso, cálido y cordial, con ese punto de sentido del humor que tienen los gallegos inteligentes, y tenía un fondo de ternura en todas las cosas que hacía o que decía.

Nos vimos muchas veces en estos años - una, desopilante, en el control de seguridad de un aeropuerto, ambos despojándonos de cinturones y zapatos mientras el resto de la fila esperaba, protestando, que terminásemos de abrazarnos - y recuerdo cada encuentro como una especie de bálsamo para los malestares del alma.

Domingo Villar tenía la capacidad de inyectar unas gotas de ánimo en los espíritus sombríos, y siempre que hablaba con él me marchaba con la impresión de que el mundo no es un lugar tan malo. Ahora Domingo se ha ido, y no sé qué decir. No sé qué decir ante la certeza de la orfandad de sus lectores y de sus personajes, de la soledad en la que deja a sus muchísimos amigos y a todos aquellos que, sin atrevernos a serlo, le queríamos y le admirábamos. Hace diez días nos escribimos, y hoy, al saber que Domingo no va a volver, pido al destino no haber borrado aquel correo suyo, cariñoso como siempre, que acababa con la esperanza de un próximo encuentro. Es lo último que me queda de Domingo Villar, y no me consuela saber que también tengo sus libros, y el recuerdo de haber conocido a un hombre generoso y bueno. Qué pena más grande.

*Consejera de Cultura de la Comunidad de Madrid y escritora gallega

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