¿Veremos en un futuro no lejano robots dotados de inteligencia artificial capaces de resolver pleitos civiles y sentenciar en causas criminales? ¿Cambiará Themis la balanza por el algoritmo?

Si el siglo XX fue el siglo de la ciencia, el XXI es el de las neurociencias, la robótica, la inteligencia artificial. El futuro ya está aquí, haciéndose presente. Se han abierto las compuertas de una nueva era para la humanidad, llena de prodigiosos avances de incalculable envergadura y de inquietantes problemas de orden ético y jurídico.

Lo que en otro tiempo fue ciencia ficción, hoy es realidad sobrecogedora. No es que las máquinas puedan llegar a pensar, pero sí que actuarán como si en realidad pensasen. Los algoritmos ponen en juego reglas lógicas que imitan el modo humano de elaborar respuestas. Y ahora tome asiento el lector antes de leer lo que voy a decir: hay quienes predicen que, en un par de décadas, podrán llevarse a cabo implantes cerebrales que conecten el cerebro a la red, de modo que la memoria e inteligencia del implantado se potenciarán extraordinariamente.

Estos descomunales avances alterarán radicalmente la forma de trabajar de los profesionales del derecho; se espera, por ejemplo, que los sistemas de análisis predictivos permitirán enormes avances en los pronósticos de respuestas de los tribunales. De ahí que la abogacía, según anuncia Richard Susskind, cambiará en unas décadas más de lo que lo ha hecho en los dos últimos siglos.

Con todo, no debe olvidarse que estos programas trabajan y se articulan sobre datos estadísticos, pero el juez se enfrenta a una realidad precisa, llena de aristas y matices. Me pregunto si el algoritmo alcanzará a individualizar una decisión en función del caso concreto, dado que está elaborado o programado para una respuesta que se articula según una causalidad unidireccional –si se da A, debe seguir B– en cuyo recorrido pudieran quedar silenciadas o inadvertidas intenciones o motivaciones, tornasoles y visos de las personas y los hechos cuyo conocimiento pudiera importar para la decisión judicial.

“No es que las máquinas puedan llegar a pensar, pero sí que actuarán como si en realidad pensasen”

No dudando de la muy superior eficacia de la inteligencia artificial para ciertas operaciones, mis recelos siempre han girado en torno a su aptitud para la valoración de las pruebas. Sin embargo, lo cierto es que, según los expertos, no es difícil la creación de aplicaciones de inteligencia artificial que, recopilando los datos que proporciona la psicología del testimonio y asegurando, a la vez, las combinaciones pertinentes, pueda aquella suplir la experiencia de un juez a la hora de valorar, por ejemplo, la credibilidad de unos testigos. También se anuncia que, dados los portentosos progresos de la inteligencia artificial, esta podrá llegar a seleccionar el material probatorio; es más, el propio presidente del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, John Glover Roberts, ha dicho que en un futuro ya cercano las máquinas inteligentes ayudarán a la determinación de los hechos en el proceso. Dice “ayudarán”, lo que parece suponer una inexcusable y final intervención decisoria del juez.

Pero volvamos a la pregunta inicial: ¿podrán las máquinas juzgar y dictar sentencia? Si a ello se llegase, serán sus dictados contundentes, de una frialdad mecánica, sin mácula de duda ni temor, aunque, deduzco, sin capacidad de motivación, pues la máquina no explica, solo responde, sin otra consideración que el peso de la estadística enredada en múltiples combinaciones y alternativas algorítmicas. En unos segundos, el diabólico artilugio revisará miles de precedentes similares al enjuiciado y dará a luz una respuesta. Cuanto más simple y estereotipado sea el caso sometido al juicio del robot, más fácil será elaborar el algoritmo con el que opere la máquina togada. De todos modos, parece que no llegaremos a tanto, pero, eso sí, la inteligencia artificial se convertirá en poderosa herramienta de ayuda para los jueces. Dicen los estudiosos de este tema que la inteligencia artificial no dictará sentencias, pero ayudará a dictarlas. La última palabra la tendrá el juez. Esta es también la previsión del Consejo General del Poder Judicial al advertir que la intención de la justicia predictiva es servir como herramienta de ayuda a los profesionales del derecho y no que afecten de forma directa a las decisiones de los jueces.

Confieso que he sentido un cierto goce gremial al enterarme de que un tribunal de distrito de La Haya, en resolución del 5 de febrero de 2020, ha declarado ilegal un algoritmo sobre evaluación de características personales de los ciudadanos. Es decir, un juez humano juzgando a la máquina. Conviene saberlo. ¡Aún hay jueces… en La Haya!