Opinión

El hilo invisible

Exigimos mucho a quien tenemos cerca cuando estamos sanos y con las necesidades básicas cubiertas. Que sean inteligentes, atractivos, graciosos, valientes y que lo demuestren en cada uno de sus actos las veinticuatro horas del día. Les exigimos que todo el tiempo sumen porque de lo contrario nos parecerán insuficientes, incluso deficientes. Sin embargo, cuando por algún motivo necesitamos ser cuidados, cuando nos hace falta el otro hasta para beber un vaso de agua o ir al baño, entonces la cosa cambia, entonces nos damos cuenta de que no hay tantas personas dispuestas a lo básico. De pronto todas las exigencias se vuelven banales porque lo que de verdad quieres es que te cojan con mimo la cabeza al vomitar, sentirte sostenida. Lo ejemplifica de maravilla Daniel Day Lewis en el “Hilo invisible”, haciendo de ese personaje engreído a quien todo lo ajeno le sobra, incapaz de dejarse querer hasta que una simple indigestión le impide levantarse de la cama, hasta que esa fragilidad física le vuelve humano otra vez. Entonces ya sí, entonces ya pronuncia cien veces al día el nombre de Alma, ya le parece perfecta, ya recuerda mejor el amor.

Hace poco hablaba con mi peluquera, una de esas personas que lo ponen todo, su parte y la del otro. No sé qué edad tiene ni me atrevería a decirlo aunque lo supiera pero sin duda tiene más años de los que aparenta. Su marido es mayor y desde hace algún tiempo tiene párkinson. En un momento de nuestra conversación me dijo: “A mi edad ciertas cosas se complican. A veces les insinúo a mis hijos que sería bueno que se pasaran a vernos por la noche, que nos viesen a su padre y a mí en esos momentos antes de acostarnos. Porque la vida también es eso, aunque nadie te lo dice”. Recordé aquel cuento utópico y cursi donde un genio daba consejos a un hombre para evitarle una ruptura que parecía inminente: llévala cada noche en brazos a su cama durante un mes. Intenta que no se te caiga de los brazos. No la sueltes, solo eso.

Esta semana se me fue al cielo Gala, después de sostener a mi madre durante trece años con cuidados infinitos. Una mujer ucraniana que decía con ironía que creía en Dios pero que estaba abierta a ideas mejores. Que me despedía siempre en la puerta y se quedaba mirando hasta que me alejaba. Que encontró el amor que le faltaba cuidando de una persona que ni siquiera tenía voz para darle las gracias.