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Congreso televisivo

Si nos llegan a decir a finales de los setenta, en los ochenta o, incluso, en los noventa, que en el Congreso de los Diputados se debatiría sobre un programa musical de televisión, seguramente no lo habríamos creído. Eran otros tiempos en los que los oradores, incluidos los franquistas que apostaron por la democracia muy a pesar de los ultras del Régimen y con la colaboración de una izquierda seria y comprometida con el cambio, no solo brillaban por sus conocimientos, sino igualmente por su seriedad y por el respeto a las instituciones.

No era de extrañar que, dado el hábito de muchos, que hace al monje en tantos casos según el lugar visitado y el discurso ramplón, así como la falta de actividad legislativa seria, no la que vende titulares, llegaría el momento en el que el aburrimiento y la elevación de la simplicidad a la categoría de problema nacional convertirían el Congreso en una especie de plató ampliado en el que cada cual representaría su papel sin desmerecer. Al fin y al cabo, se trata de dar espectáculo y salir en redes y medios predispuestos a hacer noticia lo que no debería serlo.

Visto está que esta nueva izquierda, que se llama izquierda y extrema sin razón ninguna, ve reivindicaciones progresistas donde la mayoría vemos divertimento y mímesis de las élites “intelectuales” americanas. Porque, de verdad, posicionarse con un ganador según, dicen, el mensaje de las canciones de un festival tan devaluado, es muestra de escasa sensibilidad hacia los problemas reales que padece la sociedad española. Dar relevancia política a Eurovisión es un desatino.

Apostar por unas gallegas porque cantan en gallego o por una catalana cuyo telón es una teta que se reivindica como símbolo de la libertad de la mujer, es llegar un poco lejos en la politización de la nimiedad. Hacerlo por el perreo insustancial, tampoco es muy determinante de la ideología subyacente a quienes le votaron que, sin embargo, en esta locura insensata, se valora como el triunfo de la derecha acérrima contra los valores superiores y las aspiraciones legítimas de los oprimidos.

No hay que tomarse en serio lo que no es serio. Pero sí denunciar el uso y abuso de las instituciones por los que no creen en ellas y las confunden con la plaza del pueblo, el bar de la esquina o el Twitter.

La institucionalidad, base del sistema, se va debilitando progresivamente sustituida por unos partidos que no ven más allá de la consecución del poder y que ponen en ese objetivo todos sus esfuerzos sin importar los medios al efecto y, en muchas ocasiones, sin miramiento alguno con el respeto a la ley y la dignidad del Estado.

El último escándalo, que causa pena y decepción, ha sido el asunto del voto erróneo del diputado del PP en la ley de reforma laboral. Todo es oscuro, todo crispado y multiplicado en los gestos, decisiones, procedimientos y críticas. Y poco, muy poco, ha habido de discusión jurídica ante lo que es un asunto que merece ser valorado exclusivamente desde esta perspectiva, no desde las intrigas partidistas, las estrategias ocultas o confesadas, la actuación de la presidencia del Congreso y la insolvencia del diputado del PP que, limitando su papel a votar, yerra.

“No subsanar lo subsanable genera la nulidad del acto por imperativo legal y constitucional”

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Lo sucedido es grave y debe ser analizado en profundidad, pues así se hará en el lugar correspondiente, sin atender a argumentos solo válidos para el consumo político y partidista. Es regla general en derecho que el formalismo no es igual que la forma y que el procedimiento, aunque garantía, debe supeditarse a los fines sustanciales de los actos, en este caso, el derecho del voto como expresión de la voluntad popular. Los vicios del procedimiento son siempre subsanables y no subsanar lo subsanable, genera la nulidad del acto por imperativo legal y constitucional. Esa es la norma que no creo que pueda invertirse en algo tan esencial como es el voto de una ley, porque llevaría a alterar la misma esencia de los derechos fundamentales en juego y abriría la puerta al desvalor del voto.

Esa es la cuestión a dilucidar, la que va a ser objeto de análisis, en su caso, por los tribunales y no la referida a los pactos entre partidos, los incumplimientos, la disciplina de voto etc… Eso nada tiene que ver con el hecho del valor de un voto telemático que no responde a la voluntad del votante y si pudo enmendarse antes de iniciarse la votación. En resumen, si prima un procedimiento poco claro o el derecho al voto conforme a la voluntad del votante.

Intentar mezclar lo esencial, que de futuro será muy frecuente, con otras cuestiones accesorias interesa a los partidos y a los adictos o adeptos predispuestos a cualquier argumento que salve sus preferencias. Pero todo eso carecerá de influencia alguna si los tribunales han de aplicar el derecho. Y estamos ante un grave problema jurídico. Un problema, repito, que será frecuente en el futuro y en el que lo que hoy se diga se aplicará a todos los casos similares. Hay algo más que el presente y el voto telemático merece una atención preferente pensando en el mañana. Seamos prudentes.

 *Catedrático de Derecho Procesal de la UA

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