El Diccionario de la RAE define la palabra “sentimiento” como “un estado afectivo del ánimo” (acepción 2). Y añade que por “afecto” se entiende “cada una de las pasiones del ánimo, como la ira, el amor, el odio, etc., y especialmente el amor o el cariño”. Debo confesar que, hasta ahora, aunque el término sentimiento me evocaba cualquier estado del ánimo, incluidos la ira y el amor, el vocablo afecto me sugería únicamente el sentimiento de apego hacia otro, como el amor, la amistad o el cariño.

Otra conclusión a la que había llegado al reflexionar sobre las características de los sentimientos es que algunos son inexplicables, al menos en los puntos de por qué se despiertan y quién nos los provoca. No me refiero a los sentimientos que se originan por razones familiares o de sangre, sino a esos otros que tienen que ver con terceros ajenos a nuestro círculo vital y que se van conformando con los años. Estoy hablando de la amistad, pero, sobre todo, del amor. Es difícil explicarse por qué llegamos a amar a alguien con exclusión de todos los demás. Otra de las certezas a la que he llegado en el momento vital en el que me encuentro es que los sentimientos son más inconstantes que duraderos; más mutables que permanentes.

Por eso, me parecen especialmente sabias las palabras de Baltasar Gracián, en su El arte de la prudencia, cuando dice, bajo el título ‘Ni amar ni odiar eternamente’: “Cuenta con que los amigos de hoy pueden ser los enemigos de mañana, y de los peores. Al igual que cambian las circunstancias, cambia tu actitud. No les des armas contra ti a las amistades pasajeras y momentáneas, pues las aprovecharán para hacerte mayor daño. Con los amigos, secreta prevención. Con los enemigos, abierta actitud de reconciliación, sobre todo emplea para esto tu caballerosidad: es la que te asegura mejores resultados. No uses nunca la venganza, pues luego te atormenta la posibilidad de que la usen contra ti, y te puede pesar el contento por la maldad que hiciste”.

Como puede fácilmente apreciarse, Gracián aconseja sobre las relaciones con los amigos y con los enemigos, y sobre cómo debemos manejar los sentimientos que tenemos hacia ellos: la amistad y la enemistad. Y lo primero que predica sobre ambos es que, aun siendo de signo contrario, poseen una misma cualidad: su falta de perdurabilidad. El autor los equipara en el enunciado de su reflexión en el aspecto de que ambos no son perennes. Lo cual invita a preguntarnos si aun siendo ambos mutables es uno más perdurable que el otro.

No es fácil responder a esa pregunta, porque mientras la amistad tiene una intensidad variable, la enemistad, una vez que ha nacido, no parece que pueda recomponerse: la aversión permanece y una vez rota la amistad en trozos ya no suelen poder pegarse.

Justamente por su mutabilidad, Gracián, en la primera parte de su comentario, hace notar que los amigos no lo son para siempre y que, a veces, la pérdida de la amistad no desemboca en simple indiferencia, sino que convierte al amigo en enemigo y de los más encarnizados. Y explica a qué puede deberse tal mudanza, señalando que la vida está sujeta a cambios constantes, lo cual puede provocar en nosotros una nueva actitud que torna el antiguo afecto que sentíamos por alguien en un sentimiento de enemistad y odio.

Gracián aconseja, con acierto, que, a las amistades pasajeras y momentáneas, no les demos “armas”. Nos advierte “con los amigos, secreta prevención”, lo cual significa que no les hagamos confidencias que luego puedan volverse contra nosotros. Y es que la conversión de amistad en enemistad produce, entre otros efectos, que se abra paso a la infidencia. Coincido con él en que abrirse a los demás en lo sustancial de nuestro yo más íntimo es ponerse en sus manos. No hay que dejarse llevar por la euforia de un momento y abrir los diques de la intimidad. No me refiero a los secretos inconfesables, que la mayoría de nosotros no los tiene, sino a esos razonamientos ocultos que nos sirven para tomar nuestras decisiones. Si los revelamos, estamos dando a conocer el proceso mental que guía nuestras actuaciones y en cierto modo quedamos desarmados ante nuestros interlocutores. Si al amigo de hoy que se convierte en el enemigo del mañana, y le hemos abierto nuestra intimidad de par en par, no solo podrá contar aquello que debía mantener oculto, sino también adelantarse a nuestros movimientos por conocer nuestra forma de actuar.

"La gentileza, el desprendimiento, la cortesía, la nobleza de ánimo y demás cualidades semejantes son las mejores condiciones que se pueden poner en práctica en el trato con terceros"

El autor dedica los últimos incisos del texto comentado a aconsejarnos sobre el trato que ha de darse a los enemigos. Nos recomienda que tengamos frente a ellos una actitud de reconciliación. El consejo es tan bueno como difícil de seguir. Porque rota la relación de amistad, sobre todo la que fue muy íntima, el sentimiento de afecto en el mejor de los casos desaparece y en el más habitual es sustituido por el odio. Y tanto en un caso como en el otro, resulta casi imposible volver a unir sentimientos que, o no existen porque han desaparecido, o son de mutua aversión.

En lo que se refiere a la caballerosidad, no tengo ninguna duda de que es la cualidad que mejores resultados puede asegurar en los eventuales conflictos con los enemigos, originarios o sobrevenidos. Y es que la gentileza, el desprendimiento, la cortesía, la nobleza de ánimo y demás cualidades semejantes, que son las que definen la caballerosidad, son las mejores condiciones que se pueden poner en práctica en el trato con terceros.

Finalmente, hay que adherirse sin reserva alguna a la recomendación de no usar nunca la venganza. La supuesta satisfacción que produce llena el alma de malos sentimientos y hasta nos pueda llegar a pesar la satisfacción que nos produjo el mal ocasionado. En lo que estoy poco de acuerdo con Gracián es que al vengativo ocasional le atormente que otros puedan usar la venganza contra él.