Escribir supone un esfuerzo, sobre todo para los que no somos escritores, porque, al fin y al cabo, tratamos de darle imagen a nuestros pensamientos. Uno lo consigue solo en parte y, las más de las veces, queda en tentativa; no obstante, sí lo intento cada día, al pasar al papel mis reflexiones de medianoche, que a continuación le remito a un grupo de familiares y amigos mediante el WhatsApp. A mis propias reflexiones, añado las de grandes autores, tal como sentenciaron o más o menos modificadas según mi propio sentir. Finalmente, unas y otras, con cierta periodicidad, las agrupo para ustedes en forma de artículo.

Quiero confesarles que, a veces, cuando reflexiono, algo que hago cada vez más a menudo por el cambio de tiempos de actividad impuestos por la edad, contemplo a mis hijos y sobre todo a mis nietos y me veo demasiado viejo. Un sentimiento cuyo enfoque cambio pronto, dado mi talante, y me doy cuenta de que, en realidad, lo que sucede es que ellos son demasiado jóvenes. En fin, debe de ser por aquello de que no se contenta el que no quiere. De cualquier manera, acabo por escribir bastante, probablemente más de lo que debiese, pero es que me satisface expresar libremente lo que siento. Y lo hago sin miedo, dado que supongo que en realidad son pocos los que leen y menos los que me van a leer a mí. En todo caso, lo que hago es una invitación a la lectura analítica, si es que quieren leerme, y ustedes verán hasta dónde están de acuerdo con lo que he escrito.

Durante el encierro del confinamiento, impuesto por la pandemia de la COVID-19, hemos tenido más tiempo para reflexionar, y uno ha llegado al convencimiento de que ha hecho muchas cosas mal pero algunas bien, tan bien hechas que han superado lo que en realidad me proponía. Algo que no lo digo por presunción, pues si hacéis un auto-interrogatorio llegaréis a la misma conclusión; negarlo sería engañarse a sí mismo. Y lo que no podemos es ser hipócritas con nosotros mismos.

Cada cual tiene sus sueños y sus cosas, íntimas o no. Nadie tiene derecho a quitarnos las ilusiones ni forzar nuestra voluntad. En ocasiones, hemos conseguido cumplir nuestros objetivos y nos sentimos felices; sin embargo, en otros momentos, la vida nos la juega y nos desmonta lo logrado en un instante. Por culpa de una enfermedad o por algo de lo que no somos responsables, incluso a veces ambas juntas, todo parece venirse abajo. Ocurre con más frecuencia de lo que nos suponíamos, razón por la que no hay otra hay que enfrentarse en vez de resignarse. Ante un contratiempo, como una enfermedad, uno debe no preocuparse en exceso porque, si tiene remedio, lo tiene, se le pone y ya está. Y si no lo tiene, ¿de qué vale preocuparse? Hay que aceptarla y listo. Lo que no podemos es dudar en pedir ayuda, dado que siempre hay buenas personas dispuestas a proporcionárnosla.

Los creyentes también pedimos la ayuda de Dios, en el convencimiento de que sí puede dárnosla. El muy sabio Joseph Aloisius Ratzinger —hoy papa emérito Benedicto XVI— (n. 1927) escribió: “¿No deberíamos pensar también en lo que debe sufrir Cristo en su propia Iglesia? En cuántas veces se abusa del sacramento de su presencia, y en el vacío y maldad de corazón donde entra a menudo. ¡Cuántas veces celebramos solo nosotros sin darnos cuenta de él! ¡Cuántas veces se deforma y se abusa de su Palabra! ¡Qué poca fe hay en muchas teorías, cuántas palabras vacías! ¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a Él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia! Señor, frecuentemente tu Iglesia nos parece una barca a punto de hundirse, que hace aguas por todas partes. Y también en tu campo vemos más cizaña que trigo. Nos abruman su atuendo y su rostro tan sucios. Pero los empañamos nosotros mismos. Nosotros quienes te traicionamos, no obstante los gestos ampulosos y las palabras altisonantes. Ten piedad de tu Iglesia… Tú te has reincorporado, has resucitado y puedes levantarnos. Salva y santifica a tu Iglesia. Sálvanos y santifícanos a todos”. Fueron sus palabras en el Vía Crucis de 2005 en el Coliseo Romano.

En cualquier modo, tampoco podemos pasarnos de listos, pues es posible que, a pesar de nuestra recta intención, defraudemos; mejor que nos crean medianía y más tarde sorprendamos con un resultado exitoso. Eso sí, cuando las cosas nos vayan mal, antes de echarle la culpa a los demás, interroguémonos si hemos hecho lo suficiente para que todo hubiese ido mejor. Uno no tiene que contentar a nadie, tiene que ser quien es, aunque le tachen de raro y difícil. No podemos, de de ninguna manera, tratar de ser distintos, perderíamos autenticidad y nos convertiríamos en una copia de otro. Por supuesto que somos libres y como tal podemos hacer lo que nos dé la gana, pero no olvidemos que de cada cosa que hagamos somos los únicos responsables. Así es, responsabilidad y libertad tienen que ir siempre unidas.

Cuando las cosas nos van mal necesitamos un mínimo de autoestima y confianza en nuestra propia capacidad, virtudes y valores; su falta nos crea ansiedad y dependencia. Se afirma, y es verdad, que si un hombre merece estima, no la busca intencionadamente, se la gana de forma imprevista por su forma de hacer y trabajar. Por ello, si alguien te echa la mano encima o tiene la simple intención de tocarte has de decirle aquello de: —¡Quieto! Te has topado con mi piel y de ahí para adentro el único que manda soy yo—. Se repite mucho: “se ha hecho a sí mismo”, pero no se dice que uno es quien es gracias a lo que ha hecho y a lo que ha dejado de hacer. La infidelidad mayor es la que tenemos con nosotros mismos y muchas veces es por ese imperioso deseo de agradar a los demás. Es bien sabido que nadie es moneda de oro que agrada a todos, ni falta que hace. Uno tiene que convencerse de que llegará un momento en que no va a estar aquí, pero que mientras éste ha de ser quien es, aunque a algunos no les guste. Un hombre solo, con ganas de vivir y seguridad en sí mismo, es todo un universo, un mundo completo. La exitosa, inteligente actriz y también escritora francesa Brigitte Bardot (n. 1934) lo expresó con esta frase: “He tenido éxito en la vida. Ahora, intento hacer de mi vida un éxito”.

Del mismo modo que está bien tener seguridad en sí mismo, no puede ser tanta que te creas infalible. Si es así, seguro que estás muy cerca del error. Y un recordatorio: si de verdad somos fuertes, tenemos que contar con la posibilidad de tener que soportar la soledad y el desdén. Es verdad que hay que tener dudas para mejorar, pero si somos escépticos por norma, no somos nada. El secreto para triunfar en la vida está en buscar metas realizables, en lugar de perseguir sueños inalcanzables. Hemos de hacerlo paso a paso, con constancia y esfuerzo. Y, cuando estemos cerca de nuestro propio triunfo final, hemos de evitar la arrogancia que, en lugar de ser catalizadora, puede evitar que podamos dar los últimos pasos.

La autoestima requiere el esfuerzo de mostrarse con una buena apariencia, incluso en la intimidad del hogar. Cuidar la forma de vestir, el propio aseo y la forma de comportarse, expresan respeto por las otras personas y por uno mismo. Esas personas que se presentan con un aspecto horrible, en realidad, muchas veces están mostrando una arrogancia escondida, bajo un aspecto de falsa humildad. Personalmente me molesta lo vulgar, verbigracia: el que masca un chicle, el que escupe al hablar, el que come con la boca abierta, el que bosteza sin descaro, el que ríe cuando hay que sonreír, el que desaíra de forma chabacana y no escucha... ; a fin de cuentas, la vulgaridad y lo ordinario son contrarios a la convivencia. Al hombre no debía permitírsele el lujo de ser ordinario. La educación y el respeto son la liberación de la vulgaridad. Alguna gente que no fue educada llega a serlo mediante la observación. Lo que pasa es que, hasta para eso, hay que tener un mínimo de inteligencia y autocontrol.

La dignidad es algo que, para empezar, hay que tener hacia uno mismo, pero que después ha de exigírsele a los demás. Porque como dice la que fue escritora, influyente filósofa y teórica política alemana Hannah Arendt (1906-1975): “Nobleza, dignidad, constancia y cierto risueño coraje. Todo lo que constituye la grandeza sigue siendo esencialmente lo mismo a través de los siglos”.