La primera actuación musical de mi vida fue en el Círculo Recreativo de Porriño, con los Watios. Con catorce años era el más joven del cuarteto guitarrero. Ensayábamos en el barrio de Casablanca en Vigo, en el local del teatro anexo que tenía la majestuosa iglesia de los Capuchinos. Allí conocí al Padre Ortíz, que más tarde sería todo un referente en la atención a las personas con síndrome de down y que nos animaba en nuestro empeño rockero.

Suso Vaamonde canta San Benitín

De aquella actuación en Porriño, no me acuerdo de cómo llegamos allí, conservo en mi memoria el escenario con los cuatro aporreando los instrumentos, una cantidad importante de fans gritando y la posterior firma de autógrafos como si fuéramos unos consagrados.

Creo que fue en ese momento, si no lo estaba ya, cuando me convencí plenamente de que la música iba a formar parte sustancial de mi existencia.

En esa época, los profesionales de la música, hacían diferencias entre los ejecutantes de conservatorio y los guitarreros, a los que despectivamente nos denominaban “silbadores”, por la capacidad de reproducir las canciones de oído con aquellos instrumentos electrificados. Eso sí, todo ello sin saber un ápice de solfeo. Con aprender lo que se denominaban “unas posturas”, ni siquiera se usaba el término musical “acorde”, los músicos yeyés conseguíamos reproducir con gran fidelidad los temas del momento. Era lo que se denominaba en el argot tocarlos “clavaditos” al original, cosa que las formaciones más tradicionales no lograban, pues la mayoría no disponían de una instrumentación adecuada para abordar las exigencias rítmicas y estilísticas de aquella revolucionaria música anglo. Las orquestas seguían ancladas en estilos más tradicionales con unos repertorios que bebían de la canción melódica europea, tanto de origen francés como italiano. Lo nuestro era otra cosa. Pura dinamita.

Por ello, en un principio hubo una especie de animadversión profesional ya que, unos jóvenes sin idea de música, comenzaban a copar el interés del público con sus formaciones guitarreras. Así, en las fiestas que organizaban las sociedades locales, como el Náutico, el Club de Campo, la Oliva o el Mercantil, tanto en carnaval como en navidad, solían contratar junto a las tradicionales orquestas a grupos yeyés, con la finalidad de convocar y contentar al público más joven que ya tenía otras demandas musicales.

En este contexto, había formaciones yeyés estables y otras que se juntaban ad hoc para una ocasión concreta, como tocar en una boda u otro tipo de bolos menores. Así, estando una vez, creo que en el Sinaloa, un bar situado en María Berdiales que, junto a Las Vegas y antes el Rómanson de las galerías Durán, eran algunos de los lugares de reunión de los músicos yeyés, llegó Marcial, el guitarrista de los Crótalos, diciendo que tenía un bolo de tres mil pelas para tocar en una fiesta ese mismo día por la tarde. La improvisación formaba parte intrínseca de aquella vida alocada y rápidamente formamos una banda para la ocasión. Marcial tocaría el bajo, yo la guitarra solista, Luis Sío, que había sido manager de los Watios, la batería y Xesús Vaamonde, sí, el cantautor protesta, la guitarra rítmica. Conseguimos cuatro bártulos de equipo como pudimos y prácticamente fuimos ensayando los temas en la furgoneta de la mueblería Vidal. Durante el viaje uno decía: ¿conoces esta?, y a partir de ahí se ponían las posturas, se intentaba recordar la letra, aunque fuera en “inglés de garrafón” y el tema quedaba montado, eso sí, de aquella manera. Así, entre curva y recta, de vez en cuando interrumpidos por Vidal, el chofer, que cantaba su canción preferida “no sé por qué, los domingos por el fútbol me abandonas, no te importa que me quede en casa sola...”, fuimos organizando un repertorio mínimo para tener a disposición un orden de actuación. Vamos, lo que hoy llaman playlist.

El caso es que al llegar al recinto de la actuación, comprobamos que aquello superaba las dimensiones que nos habíamos imaginado y era un evento multitudinario, más acorde con lo que hoy sería una actuación de la Panorama que un bolo menor. En ese momento tomamos conciencia del lío en el que nos habíamos metido.

Al bajar de la furgoneta tuvimos ya un pequeño altercado porque nuestro chófer, que tenía una prótesis singular (una oreja de plástico), se vio sometido al escrutinio general. Vidal, el de los muebles, era una excelente persona pero por su implante estaba expuesto habitualmente a todo tipo de comentarios y risitas. Vivíamos en un mundo nada tolerante con cualquier rasgo, tanto físico como actitudinal, que no se encontrara dentro de los cánones. Si llevar simplemente el pelo largo, una camisa de flores o un pantalón campana eran ya motivo de burla generalizada, una prótesis de estas características y tan evidente, era el summum donde se plasmaba la ausencia de tolerancia y decoro con el diferente.

Cuando subimos al escenario había miles de personas esperando nuestra intervención, que fuimos llevando adelante como pudimos. El repertorio claro, era limitado y anodino. Además de darle varias vueltas a las canciones y alargarlas en demasía para que duraran más, nos vimos obligados a repetirlas. Así, desde la Balada de John & Yoko de The Beatles, hasta María Isabel de Los Payos, el público se las debió aprender de memoria. Pero realmente nuestro éxito fue San Benitín, una melodía que Vaamonde cantó entregado la tira de veces. Lo de cobrar el bolo fue otra historia. Lo manejó personalmente Luis Sío que estaba acostumbrado a negociar en situaciones complejas..

A Marcial Varela in memoriam