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Luis Carlos de la Peña

Noviembre: Franco

En la asociación nemotécnica de los meses del año: julio trae el Tour de Francia; agosto, vacaciones; septiembre, la vuelta al colegio y, por no extenderme, noviembre me trae a Franco. El 20 de noviembre de 1975 moría el dictador; yo tenía 17 años e iniciaba mi primer año de universidad. Esa noche descorchamos unas botellas de cava: hubo más de cierre de etapa histórica que de alegre celebración. Por delante se abría un incierto camino de desmontaje del viejo régimen y simultánea invención de lo que hubiera de venir. No había brújula ni tampoco mapas.

Las crónicas más aseadas sobre la época inciden en la práctica ausencia de demócratas, aceptado el término en su más amplio y vago sentido: apenas un grupo de aperturistas y tecnócratas del franquismo y otro, equivalente en número, de socialistas pasados por las tesis de Bad Godesberg (1959). En los anchos márgenes, la huérfana, agotada y desconcertada derecha y una izquierda aún deudora del exilio, devota de Lenin o seducida por el delirio de Trotsky e incluso Mao. La dictadura, el totalitarismo, como el pelo de la dehesa, nos salía por los poros. Un puro dislate.

La nostalgia de aquella glaciación solo puede ser fruto de la ignorancia o de la abyección

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La distancia ayuda a poner las cosas en perspectiva y, en este sentido, la miseria moral de Franco va pareja a la de su obra política: represión feroz en los cuarenta, aislamiento internacional hasta el Plan de Estabilización (1959), expulsión de tres millones de emigrantes en los sesenta, negación de cualquier reconciliación. La nostalgia de aquella glaciación solo puede ser fruto de la ignorancia o de la abyección. Escribía Mitterrand en “La paja y el grano” (1975) que lo que más le llamaba la atención de Franco fue la capacidad para odiar a su propio pueblo.

La tentación de hacer tabla rasa de lo diverso, complejo y crítico ha sido, en nuestro país, oficio de cuarto de banderas o puro izquierdismo dinamitero. Echadas las piedras a rodar, acostumbran a ganar los primeros. Desde esta altura postmoderna la idea de Franco solo puede –con el bueno de Machado– helarnos el corazón, lo cual no es óbice para que el autoritarismo subyacente y la intolerancia a la crítica campen a sus anchas en altos despachos, no solo de la política, ni solo de los políticos de la derecha. A esto me recuerda noviembre.

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