No solo somos lo que creemos que somos. También lo que otros creen que somos. Lo que pensamos y nos piensan. Nuestros actos y cómo se perciben. Lo cóncavo y lo convexo. Si saliésemos de nuestro cuerpo, en un viaje astral, nos examinaríamos con asombro. Nos constituyen por igual la luz que reflejamos y la que absorbemos; la imagen que el espejo nos devuelve y la que retiene para sí.

El extrañamiento nos desorienta, como cuando escuchamos nuestra voz grabada. Nos suena rara, aunque el aparato la haya registrado con precisión mecánica. No podemos negar eso que nos parece más chillón o áspero. En ocasiones hay que contemplarse así, ajenamente; desde los ojos encandilados de nuestros amantes, que nos elevan, o desde los ojos aviesos de nuestros enemigos, que nos socavan. En todas las miradas late un poso de verdad y en consecuencia de mentira si es que acertamos a distinguirlas.

Nos ha irritado el auto de la jueza marbellí que esgrime las carencias de la Galicia profunda entre las razones para decidir la custodia de un niño. Se nos ha inflamado el orgullo. Se han confeccionado camisetas. Feijóo y otros tantos han reivindicado sus infancias aldeanas. El parlamento ha aprobado una agraviada declaración institucional. Nos ha ofendido, en resumen, nuestro semblante en la mirada del otro; nuestra voz en sus oídos. Nos hemos enfadado con las mentiras del auto porque tememos sus verdades.

La visión de la jueza existe y otros la comparten porque en gran medida la hemos consentido y alentado. Trasciende lo específico de Muros. De lo Atlántico y lo interior. De lo rural y lo urbano. Va al meollo de lo que Galicia ha sido, es, podría ser y probablemente nunca será. Un país que se niega a sí mismo, que camina con la disculpa en sus labios, que está dejando morir el idioma que construyó durante siglos para relacionarse con el mundo y que no ofrece otro porvenir a sus generaciones que, una vez más, la maleta.

La jueza no nos ha retratado como una cámara fotográfica, sino como el pincel que nos interpreta y quizá nos pronostica pavorosamente. La población se va apretando contra el litoral, vaciándose por dentro, hasta que caigamos al mar. En las ciudades nos aferramos al espejismo de nuestra vitalidad pero la noche también nos acecha. Cualquier padre gallego asume que muy posiblemente solo verá a sus hijos por Navidad, cuando regresen de Madrid, Londres o Berlín a pasar las fiestas. Me hago jirones cuando pienso en las mías y en su ausencia. Y eso como consuelo de aquellos que hemos tenido descendencia. “O galego non protesta, emigra”, escribió Castelao. Ahora ni siquiera nacemos. Nos dirigimos hacia una resignada extinción.

Claro que no nos contiene completamente esta pesadrumbre. También existe una Galicia con nervio, industrial, innovadora, que intenta reconciliarse con su identidad. Más que florecer, se insinúa como un rocío que no cuaja. Yo fui como tantos un adolescente que luchaba por la redención de la patria, que son sus gentes. Gritaba proclamas pateando el empedrado de Santiago e imaginaba el porvenir en conciliábulos. Nadie quería ser redimido. He cumplido 47 y todo ha sucedido como en un sueño que siempre se interrumpe y apenas recuerdas al despertar.

El ciclo del entusiasmo y la decepción se ha ido repitiendo en los que nos habían precedido y los que nos han sucedido. Nos hemos convencido de que habitamos en la mejor Galicia posible, que es esta geriátrica, adormilada, de postal y esquela. “Os tempos son chegados”, seguimos cantando desde aquella primera vez en La Habana, en 1907. Nunca acaban de llegar. El auto de la jueza nos insulta simplemente porque nos exagera, como en una caricatura, y tras la indignación de estos días se reanudará la mansedumbre. Pronto ya no será un auto de jueza, sino el certificado de defunción. No sé si escribo desde la Galicia profunda, pero sí desde una profundidad que ninguna estrella distante ilumina o quiebra. Disculpen la tristeza.