Alguien me dijo alguna vez que las malas noticias no corren, vuelan. Esta tarde a las tres, cuando almorzaba en un restaurante gallego de Madrid un amigo de este periódico me llamó para darme la triste noticia, como un mazazo, un golpe inesperado: “Se ha muerto Valeriano Martínez”. No pude reaccionar más que con un prolongado silencio, con la quietud varada de una embarcación en tierra.

La muerte tiene estas cosas, deja habitaciones vacías, vacíos imposibles de llenar. Apaga luces para siempre en nuestras vidas.

Conocí a Valeriano, “Tito”, en una propiedad transitiva del afecto, él ya era muy amigo de unos mis mejores amigos, Fernando García y Seso Santomé, ambos de Bueu; encima de su amistad fui fraguando la mía y solidificándola con el paso de tiempo después de unos cuantos encuentros en Cela, Bueu, Aldán… Nos ordenábamos siempre alrededor de una buena mesa, con sobremesas tan largas como plácidas y con costumbres irrompibles para celebrar la vida: cada verano y cada tiempo periférico de la Navidad, cuando menos. Y también todas las veces que nuestras obligaciones nos permitían. Así fui acercándome poco a poco a Tito, descubriendo los valores que atesoraba: generosidad, bonhomía, inteligencia, simpatía, buen humor y un profundo conocimiento sobre todo aquello de lo que hablaba. Su carácter era tan amable como directo. Sus comentarios de una sagacidad envidiable.

Paulatinamente también fuimos estableciendo una serie de territorios casualmente compartidos: Habíamos estudiado en la Universidad Laboral de Cheste, futbolísticamente éramos celestes, profesábamos el mismo arraigo por la tierra, fervor los amigos, devoción por la familia… Todo eso nos unía.

Un día, en casa de Seso, cuando el otoño empezaba a emprender su despedida y mientras desgranaba saberes sobre la Illa de Ons reparó en la tibia puesta de sol y me hizo la observación: “Mira, esta es la época en la que la luz del día es una estrecha rendija, cuando el sol se va por Punta Udra”.

Hoy es un día muy triste, la muerte tan traicionera, maldita sea, ha venido a dejarnos el sentido del vacío abierto, de la ausencia, de la sensación de perder también algo de nosotros mismos.

Para su mujer, Marila y su hijo, Santi, me gustaría encontrar palabras de consuelo pero esas no existen. Ellos saben que tienen mi abrazo largo y duradero en este momento de incredulidad, desesperación y tristeza del duelo. Ahora los recuerdos serán un estímulo de añoranza, un viaje al pasado por todo lo compartido mientras el sol se va cada tarde por Punta Udra.

*Director general de Contenidos de Mediaset España