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LA ACERA VOLADA

Xaime Fandiño

Enciclopedias y cursos puerta a puerta

La venta a domicilio de cualquier tipo de producto fue habitual e insistente hasta bien entrados los años setenta. No había día en que no llamaran a tu puerta para venderte algo. Las patrullas de los denominados agentes comerciales peinaban tanto la ciudad como el extrarradio, llevando a cada hogar la buena nueva de un producto que decían exclusivo. La oferta iba desde enciclopedias con todo tipo de contenidos, a colecciones de obras clásicas para llenar las estanterías, cursos prácticos que auguraban sobre la posibilidad de obtener capacitación en un ámbito determinado o mucha cacharrería para la cocina. Era tal la incursión domiciliaria de estos vendedores y vendedoras que, una marca de cosméticos especializada en la venta puerta a puerta y que ha llegado a nuestros días, diseñó una campaña publicitaria que apelaba a que acogiéramos en nuestras casas con cariño a sus agentes. El eslogan tuvo tanto éxito y penetración en la sociedad de la época que pienso, todas las personas de mi generación lo recuerdan. Era corto, contundente y proactivo, decía así: “Avon llama, dale la bienvenida”.

Pero si había realmente una línea dominante en la venta a domicilio, era la editorial. El diccionario o la enciclopedia temática de gran formato, conformado por múltiples tomos encuadernados en tapa dura, eran las obras más vendidas y demandadas. Se compraban a plazos. Creo que la seguridad comercial de estos productos culturales se basaba en que, una vez adquiridos se colocaban en la estantería y, en la mayoría de las casas allí quedaban per secula seculorum como elemento decorativo y sin ningún uso más allá de darle a la estancia un aspecto sobrio y de que allí vivía alguien leído. A veces esos libros incluso estaban inaccesibles debido a la cantidad de marcos con fotografías familiares, jarrones chinos y otros abalorios decorativos que tenían delante. Estaban protegidos y a buen recaudo de modo que en caso de impago, la obra completa pasaría intacta y sin ningún deterioro de nuevo a la editorial.

El diccionario convencional con tapas repujadas, incluso en cuero, junto a las colecciones de novelas de una serie de autores clásicos seleccionados, eran los productos más habituales. Pero también había otras enciclopedias temáticas que tenían éxito, sobre todo las relacionadas con la geografía, la historia etc. Estamos hablando de un momento, el de la guerra fría, en el que las cosas se movían muy poco y los libros perduraban en el tiempo. Las fronteras territoriales no se alteraban y las cosas poco cambiaban. Así, los libros de texto del primer hermano escolarizado lo utilizaban los demás cuando llegaban a ese curso. Las familias sólo compraban un ejemplar de las materias de cada curso y a partir de ahí, el libro iba pasando de mano en mano entre hermanos, cogiendo solera y las muescas del envejecimiento provocadas por el uso generacional.

Pero si había algo que verdaderamente se movía en la venta a domicilio eran los cursos de formación a distancia. Cada módulo constaba de una serie de tomos. La relación con la empresa que te vendía el curso era generalmente epistolar y casualmente telefónica para consultas muy especiales. El precio de las llamadas interprovinciales era prohibitivo. No había ni vídeo, ni redes, ni otro modo de interacción fluida tal y como lo conocemos hoy más allá de unos discos de vinilo para el aprendizaje de idiomas. Las personas que sacaban adelante un curso de estos en su totalidad eran por su gallardía, constancia, templanza y paciencia lo que llamábamos “unos jabatos”, en alusión al personaje justiciero de un tebeo de la época. Lo habitual era que comenzaras con mucha ilusión, pero si la temática elegida era compleja, que poco a poco te fuera superando y te cayera de las manos. Aunque eso sí, te quedaba la colección de libros en el aparador y siempre podías retomarlo, o también consultar en ellos cualquier cosa que te anduviera por la cabeza. Tal era la proliferación de vendedores de libros a domicilio que llegó a haber un chascarrillo en referencia a esta actividad comercial. Decía tal que así: “Mama, en la puerta hay un extraterrestre. Dice que viene del planeta Deagostini”.

Además de una serie de cursos relacionados con labores y trabajos manuales, había otros de carácter profesional y habilitante para adquirir competencia en un oficio. Yo llegué a adquirir uno de delineación a una de las empresas más conocidas en aquel momento denominada CCC, que disponía una amplia oferta de cursos a distancia. La cosa se gestó así. Conecté con la central y, unos días más tarde, apareció en mi casa un agente comercial que me ofreció la posibilidad de adquirir simplemente los libros relacionados con esa disciplina o hacer el curso completo en el que se incluían materiales, tutorías a distancia etc. Yo sólo quería los libros para consulta pues esa temporada estaba trabajando de delineante a golpe de rotring y bigotera.

Uno de los cursos más demandados eran los que tenían que ver con el montaje de aparatos de radio. Se trataba de capacitar a los interesados en el montaje de un receptor radiofónico y más tarde cuando llegaron, el de un televisor. Radio Maymo fue una empresa catalana pionera en este tipo de enseñanza a distancia.

La oferta formativa consistía en capacitar al interesado en el montaje de un aparato superheterodino que podías ir ensamblando en tu casa, en el chasis que te habían enviado, con los libros adquiridos y con todas las piezas que te iban proporcionando a medida que avanzaba en la construcción de aquel artefacto. Así, a base de soldadura aquí, válvula de vacío allí, resistencia a un lado y condensador a otro, aquel trebello electromecánico comenzaba a coger forma. Normalmente, salvo en casos en que, por falta de espacio en el hogar la operación de montaje se hacía sobre la misma mesa del comedor, la mayoría de los artesanos del heterodino tenían un cuarto propio y aislado donde llevar a cabo la operación. Desde fuera de ese garito de montaje, a veces, se escuchaban ruidos espurios provocados por el batido de frecuencias, a lo que la mujer preocupada gritaba: “Antonio, ten cuidado, no te vayas a electrocutar”. El zenit del constructor de aparatos radiofónicos por correspondencia se consolidaba cuando, después de haber conseguido meter todos los componentes electrónicos dentro de la caja de madera que le proporcionaban, colocaba los potenciómetros y el enchufe, y lo presentaba en sociedad. Delante de toda la familia expectante, procedía a conectarlo a la red eléctrica, le daba al botón de encendido, giraba el selector de frecuencias y sintonizaba la primera emisora. Las caras de admiración y reconocimiento compensaban todas las horas metido en el garito fuchicando con aquellos componentes electrónicos. Ahora sólo quedaba colocar al nuevo inquilino en un lugar privilegiado del hogar y atrezarlo con su pañito bordado y alguna fotografía familiar.

Más tarde llegaría el mismo curso de montaje, pero ahora para ensamblar pesados televisores de tubos de rayos catódicos y se hizo altamente popular. Recuerdo a un técnico amigo, Paco Harry, que tuvo su primera tienda de reparación en Hermandinos, en la que había un póster precioso de los Beatles anunciando los amplificadores VOX. Al taller de Paco llegó un día un individuo interesado en aprender a montar televisores y le comenzó a comentar su ilusión por hacerse un hueco profesional en ese mundo de la electrónica. Paco, que tenía mucha retranca, le escuchaba con el pitillo ladeado mientras soldaba un equipo y, sin darle demasiada importancia le espetó: “Un televisor lo monta cualquiera con soldador y estaño. Lo jodido es subir uno de treinta y dos pulgadas a un sexto sin ascensor”.

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