A estas horas es muy posible que ni siquiera los más incondicionales partidarios del Gobierno actual discutan que algunos de sus ministerios desarrollan unas políticas difíciles de entender. Uno de ellos es el que se encargó al señor Planas, que llegó al puesto con fama, parece que bien ganada, de persona muy preparada para la gestión de la agricultura. Ocurre que, como sus competencias se extienden también a la pesca, y en esa actividad pasa lo que pasa –parece que se le minusvalora–, el reconocimiento de don Luis empieza a reducirse en el sector.

(Es posible, desde luego, que la manía que casi todos los gobiernos españoles han tenido de unificar la agricultura y la pesca –cuyos intereses no siempre coinciden, y a veces se rozan o chocan de frente– tenga que ver en ello. Y eso es algo que en el caso del que preside el señor Sánchez habría podido evitarse: veintidós departamentos son bastantes para desdoblar el que se menciona; no hacerlo así es un indicio de que lo pesquero resulta poco prioritario o que nadie lo quería, hipótesis convergente con la anterior. Pero las dos resultarían significativas.

Sea como fuere, la realidad –la actual y la pasada reciente– tiende a demostrar que la afirmación según la cual “la pesca es moneda de cambio” para bastantes negociaciones, va a misa. Y entre las pruebas incontestables de que eso es así cabría un abundante catálogo de ejemplos que van desde las cesiones para el ingreso de España en la UE hasta las que se hicieron cuando se discutían cuestiones hortofrutícolas, y ya ni se diga plataneras u olivareras. O la permisividad con Noruega, Islandia y Feroe en sus cuotas por las gentes de Bruselas. A la hora de “compensar”, nueve de cada diez veces le ha tocado a la pesca.)

La cosa tiene su explicación en los volúmenes de actividad, su repercusión económica y desde luego el número de puestos de trabajo. Y, por parte de Europa, el hecho de que sus necesidades de mercado piscícola están cubiertas con lo que hay entre los socios –e incluso menos– y las importaciones de terceros. Pero que se puedan medir no equivale a que sean justas ni niega, recordando todos estos años, que de esos polvos vengan estos lodos. Lo que, en cualquier caso, obliga a exigir otro trato e, incluso, que si se “toca” el Estatuto, se tenga en cuenta el caso.

Podría echarse mano de un viejo aforismo –“a confesión de parte sobran pruebas”–, pero le cabe algún matiz y, sobre todo, es improbable que esa confesión se produzca desde Moncloa o aledaños. Por eso hay que insistir en el rosario de casos que demuestran que la tesis es correcta; desde el caladero de Boston hasta el del Gran Sol pasando por Namibia, el banco canario/sahariano o el Atlántico sur –además de los acuerdos UE/Marrueos–, hay un largo rosario de desprecios al sector. Y a sus gentes, a la economía litoral de Galicia, a sus tradiciones y a su cultura: por eso el término, por más que duro, es correcto. Y también esa es otra de las razones para exigirle a los Gobiernos –en concreto a este, y al que venga después– que se moje de una vez, y nunca mejor dicho, en defensa del sector y sus gentes.

¿Eh…?