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En el país, Galicia, a la frontera con Portugal se le llama raia. Es un significante que, sin voluntad de molestar, rebaja la importancia de los Estados cuando, al dibujar los mapas, creen construir el mundo. Raia, dicho así, señala lo convencional y difuso de la frontera y de paso, abona un soterrado menoscabo de los poderes públicos, un bajarles los humos.

Por fortuna, la contención de la pandemia y con ella la suspensión de las raias, nos devuelve la sensación de que recuperamos una libertad básica, la del movimiento de las personas. A lo largo de muchos meses el cierre fronterizo nos ha traído el recuerdo un poco angustioso y añejo de las barreras, aduanas, pasaportes y policías revolviendo paquetes de café, mantelerías y toallas en el maletero del coche.

Pese al vacío normativo que se ha generado con la caducidad del estado de alarma, “¡Viva Cartagena!”, los iberistas –una subespecie tan rara y exótica como la de los hispanistas– recuperamos con la dilución de la raia nuestra pacífica ensoñación de la Confederación Ibérica. Un bálsamo de Fierabrás que lo mismo sirve para construir un Estado de nueva planta y 60 millones de personas en la punta occidental de Europa que ayudaría a solucionar, por elevación a la vía confederal, el renqueante estado de las autonomías o mejorar las expectativas en la competencia internacional, deportiva o de Eurovisión, aunque solo fuera por la reducción de competidores.

La contención de la pandemia y con ella la suspensión de las ‘raias’ nos devuelve la sensación de que recuperamos una libertad básica, la del movimiento de las personas

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Es cierto que los actuales flujos económicos, laborales y de vecindad hacen más por diluir la raia que la asimétrica organización administrativa o las ampulosas cumbres políticas bilaterales, pero sigue siendo cierto que más allá de las franjas limítrofes, aún sigue vigente aquella melancólica, casi saudosa frase, de “Portugal, tan cerca y tan lejos”.

Comprendo la desconfianza lusa respecto del viejo reino castellano, un pueblo orgulloso, resistente y místico imbuido de misiones históricas y capaz de conquistar el mundo con un pedazo de tocino en el zurrón, pero sería el momento de aprovechar la reapertura de fronteras para enviar por delante, no a la gente del dinero que ya va sola, sino a la de la cultura, en recíprocas embajadas expertas en el sutil arte de la mutua seducción. Nosotros invitamos a sus nuevos Saramago, Torga, Siza o Maria Joao Pires y en correspondencia les enviamos a nuestros más dúctiles embajadores. Todos ellos con el verso de Carlos Oroza bien aprendido: “¡Dejad que el trigo crezca en las fronteras!”.

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